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"¿Qué significa pensar críticamente? De la estulticia al desasimiento (Segunda parte)"




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¿Qué significa pensar críticamente? Es una pregunta temible y contundente. Ir hacia allí, luego volver, agacharse, volverse a parar, correr, detenerse de golpe. Confrontarse con uno mismo y con lo otro de uno mismo, implicarse como “Yo” también en esa demora ineluctable del ponerse a hacer. Tener que soportar que ese algo que viene a detenerme, ese espíritu de la pesadez [Geist der Schwere] también, a fin de cuentas, es “yo”. Yo debo responder por el espíritu de la gravedad que me atraviesa, nadie más que yo puede trasmutar esa propensión a la quietud, esa acomodación a condiciones existenciales de empobrecimiento espiritual, de decadencia, de caída, de coagulación.

Pensar críticamente será, precisamente, un modo de interrogar lo no-cuestionado hasta ahora, no mostrándome complaciente con ese espíritu de la pesadez. No soy el que creí que era, estiro la mano hacia alguna garantía ficticia, hacia alguna mísera certidumbre que me haga creer que “soy”. Pero una cosa es saberse ficticio y otra muy distinta es creer ciegamente en mi ser, no poder ceder del ser, ni del saber. Nada queremos saber de aquellos sucesos históricos que gestaron nuestra ontología, los creemos irrevocables y haremos hasta lo imposible por sostenerlos inmutables. Es que somos ellos. Esa trama continua, coherente, esa novela, esa versión. Renegando del «ultralogos» que nos es constitutivo como sujetos del lenguaje, o sea, de aquello que excede la yoica Razón, o sea, que va más allá de los significantes de la demanda. ¿Estamos dispuestos a remover las bases de nuestro Palacio ontológico? ¿Nos creemos lo suficientemente fuertes como para resquebrajar el suelo que pisa el ego en pos de nuevas arenas, de disímiles pastos, de la frescura del barro, pero también del frío de los charcos ignorados y a esquivar? ¿Qué puede haber allí? Cada acto singular es un desborde a lo esperable. Tenemos miedo. Pero el miedo, ¿no es también deseo?

Allí donde emerge la angustia de castración, debemos conjeturar el deseo de atravesar el fantasma, de ir más allá de LA realidad, de castrar a la realidad de ser, para que ésta devenga maleable, abierta, construible acorde a nuestro deseo. El pasaje al acto suicida es la impotencia del sujeto de llevar adelante un acto genuino de desprendimiento, de separación, de desasimiento [détachement] del Otro que lo sujeta, o sea, de ir más allá del Otro. Es su último recurso, allí donde nada queda por hacer, allí donde prima el laberinto. Pero el acto, en sintonía con el despertar como transformación radical del ser, implica otro tipo de muerte. Dice Judith Butler comentando la lectura que Jean Hyppolite realiza de Hegel: “… el carácter negativo del deseo surge de un principio de negación más radical que gobierna la vida humana: la vida humana termina en negación, pero en el transcurso de la vida esa negación opera como una estructura activa y omnipresente. El deseo niega una y otra vez al ser determinado y, por ende, es en sí mismo una versión atenuada de la muerte, la negación definitiva del ser particularizado. El deseo pone de manifiesto el poder que la vida humana tiene sobre la muerte, precisamente, participando del poder de la muerte.”[1] Es decir, la vida humana está atravesada por la negación como esa estructura activa de transformación de lo dado a la que llamamos deseo. El deseo implica necesariamente desasimiento del ser dado, en tanto futuridad que apunta a un “estado” no actual sino por venir. Cuando el psicoanálisis habla del deseo como camino de transmutación subjetiva, apuesta a ese más allá del principio del placer donde yace una potencia vertiginosa, la única capaz de crear, como diría Nietzsche, nuevos valores.   

Creo interesante recordar las audaces palabras con que Freud comenzaba ese escrito suyo, “La novela familiar de los neuróticos”, en donde afirmaba: “En el individuo que crece, su desasimiento de la autoridad parental es una de las operaciones más necesarias, pero también  más  dolorosas,  del  desarrollo. Es absolutamente necesario que se cumpla, y es lícito suponer que todo hombre devenido normal lo ha llevado a cabo en cierta medida. Más todavía: el progreso de la sociedad descansa, todo él, en esa oposición entre ambas generaciones. Por otro lado, existe una clase de neuróticos en cuyo estado se discierne,  como condicionante, su fracaso en esa tarea.”[2] Esta propuesta freudiana tiene una íntima conexión con lo que hasta aquí vengo desplegando. El neurótico busca un sentido (una dirección, un significado) que lo oriente en su existir. Es decir, busca su verdadera “esencia”, quiere “conocerse a sí mismo”, “profundizar en su ser”. Para eso, recurre a guías espirituales que habrían de llevarlo a reconocer su “media mitad” perdida, a reencontrarse con la misma, relación tanto tiempo sujeta a extravío por vaya a saberse qué infortunios. “Para el niño pequeño, los padres son al comienzo la única autoridad y la fuente de toda creencia.”[3] Pero esta transferencia primordial de constitución de un Otro como Sabio, como íntegro guía de nuestro quehacer, implicará posteriores movimientos transferenciales destinados a sustituir esas figuras de autoridad originales por otras acordes a la coyuntura histórica que, a cada individuo, le toca vivir. Mas la sujeción seguirá estando en juego si la misma no es interrogada y se volverá cada vez más estragante, toda vez que lo sujetado sea el querer singular. El neurótico vive preso, pues, de una profunda sed de sentido, pero de un sentido ya-delimitado, es decir, no está dispuesto a pagar el precio de delimitar él su propio sentido. Por eso, busca un sentido en tanto es incapaz de crearlo.

En la época actual donde la palabra plena del psicoanálisis deviene en palabra vacía de la masa, se torna un lugar común el “actuar conforme al propio deseo”. Esto es lo que podríamos llamar “ética del anhelo” (“ética” entre comillas, desde luego). Es el deseo de soledad neurótico harto disímil de la soledad del deseo. El deseo de soledad lo podemos definir como la creencia ingenua de “elegir libremente” qué se hace, se piensa, se dice. Es el sujeto que no quiere reconocer las sobredeterminaciones que lo delimitan. Cuando el psicoanálisis habla del deseo, en cambio, su definición aparece más cercana más bien a algo antinómico a la voluntad individual (sea esta “buena” o “mala”). El filósofo español José Ortega y Gasset, decía: “El destino no consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.”[4] Se trata de si el sujeto va a o no a aceptar ese destino que lo atraviesa, pero no en el sentido de marcas incondicionales a las cuales él debería de responder obedientemente en tanto oráculos que presagian un fin ineluctable, sino en la orientación de si va a aceptar o no que toda creación, que toda invención, etc., es posible sí y sólo sí asume la castración en el Otro y su falta-en-ser. Por eso el psicoanálisis, habla del deseo como deseo del Otro. Esto implica cierta destitución subjetiva. Podríamos definir la posición neurótica de un modo harto simple: vivir con derechos pero sin obligaciones. El derecho al deseo exige, en todo caso, la obligatoriedad de admitir la falta, la no-idealidad propia [$ ≠ i´(a)] y del Gran Otro, su inconsistencia: S (Ⱥ). Y a esto es a lo que nos remite la expresión soledad del deseo. A un más allá del Jefe, del Amo, del Caudillo, del Líder. El neurótico vivencia esto como una tortura, como un horror, como un destierro infernal que habría de lanzarlo al peor de los desamparos. El desamparo frente al Øtro debe pensarse como terror yoico ante lo no especularizable. Más dicho desamparo, a nivel del sujeto, es deseo. La falta no es insatisfacción eterna ni imposibilidad absoluta. Al contrario, es condición sine qua non para el advenimiento de una realidad menos mortificante, más plena, vital, productiva, genuina. A la boca neurótica donde predomina la “ética del anhelo”, vale decirle lo que Zaratustra le dice al loco, a saber, que allí donde la palabra del psicoanálisis tiene razón una y mil veces, jamás ella tendrá razón con la misma.



[1] Butler, J.: “Deseos históricos: La recepción de Hegel en Francia.” en Sujetos del deseo. Reflexiones hegelianas en la Francia del Siglo XX, Buenos Aires, Amorrortu/editores, 2012. Capítulo 2.  Pág. 142-3. Subrayado mío.
[2] Freud, S. (1909[1908]); “La novela familiar de los neuróticos” en Obras completas, Tomo IX, Amorrortu editores, Buenos Aires. Pág. 217. Subrayado mío.
[3] Freud, S.; Op. cit.
[4] Ortega y Gasset, José. La rebelión de las masas. Colección El Arquero N ° 23, Ediciones de la Revista de Occidente S. A., Madrid, 1975. Pág. 165. 

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