Introducción
¿Habrá
una ética que pueda desprenderse del pensamiento de un autor tan múltiple,
contradictorio y polifacético como Friedrich W. Nietzsche? Tal vez no sino a condición de atreverse a
construirla. Esa es una apuesta. Una apuesta de lectura. Suponer una ética ya-ahí, quizá implique postular la idea
de un Nietzsche en sí, otorgándole
una esencia definida, un principio y un fin sabidos, una independencia del Otro
la cual estimamos impensable, ya que ningún autor, pensador, escritor, en
definitiva, ningún ser hablante puede
sostenerse sin un Otro – un oyente, un lector - desde donde producir un mensaje.
Ese Otro del reconocimiento simbólico cuya sanción retroactivamente nominará mi
palabra como tal. Ese Otro lejano, desconocido, inconsciente, ese Otro
verdadero en donde apoyamos nuestra fe. Sin ese Otro, no valdría la pena
hablar. Y quizá tampoco vivir. Pues,
¿no sería prácticamente imposible?
Pero
nosotros, ¿estamos acaso dispuestos a sentarnos en el lugar del Otro de la fe
de Nietzsche? Suena demasiado provocador, pero no es más que un juego, a fin de
cuentas, ya que no se trata de conversar con él más que ficcionalmente. La
intención es leerlo. Una lectura en
el sentido de una interpretación. Vale aclarar, para bajar un poco las
expectativas del lector, que aquí no me propongo ir directo a Nietzsche, a
pelear con sus textos - trabajo de bibliófilo – en miras de precisar las citas,
el número de página, el año en cual dijo tal cosa, qué dijo después, la
apreciación biográfica pertinente, como lo leyeron los comentadores, etc. Aquí,
simplemente, me propongo llevar adelante una articulación que se encuentre en
miras de aportar algún nuevo sentido a la pregunta del inicio. Voy a acercarme
para ello a algunos textos diferentes que creo que pueden dialogar entre sí.
Un desprendimiento ético desde El origen de la tragedia
El
primer texto que voy a tomar es un escrito interesante cuya autora es Lizbeth
Sagols y que se intitula “La herencia ética de Nietzsche (en torno a sus
alcances y limitaciones).” Voy rápido al texto. Según esta autora, si es que
puede concebirse algún tipo de fuente del pensar ético nietzscheano, una
posibilidad precisa ha de ser El
nacimiento de la tragedia. Pues allí:
“… Nietzsche concibe el mundo a partir
de lo apolíneo y lo dionisíaco: dos ámbitos metafísico-estéticos que no son
sino dos instintos de la naturaleza o de lo real mismo y que corresponden al
orden kantiano y schopehaueriano del devenir, el fenómeno, la representación,
la apariencia, por un lado, y del Ser, del noúmeno, por el otro.” [1]
En
la medida en que Nietzsche interpreta el mundo según esa polaridad, quedaría
abierta la posibilidad de la dimensión ética en tanto ésta, siguiendo a Sagols,
implica precisamente una conflictividad entre contrarios: ser/ devenir, caos/
armonía, libertad/ determinación, racionalidad/ irracionalidad, creación/
destrucción, el yo/ lo otro. La expresión más acabada de estas tensiones es la
polaridad Apolo/ Dionisios en donde
Nietzsche no ve una dualidad radical al estilo Platón - entre el mundo del ser
y el mundo de las apariencias -, sino una suerte de unidad incompleta, no exenta de conflictividad, de tensión, pero
también partícipe de cierta armonía e implicancia recíproca. Lucha-armonía que nos habla de una
realidad en falta, abierta, no
determinada absolutamente por ninguno de los dos órdenes. Dice nuevamente
Sagols:
“… desde la lucha y armonía, desde la
oposición e indisoluble unidad, Nietzsche nos ofrece tanto una idea
metafísico-estética del mundo, como también, implícitamente, una idea ética del
hombre.”[2]
La
ética supone un «margen de indeterminación» en función del cual el hombre pueda
decidir. Es que, si todo estuviera
sobredeterminado por un único orden, no existiría ese resto que hace posible la
elección y el hombre sería una simple marioneta del poder metafísico que lo
motorice, ya sea dionisíaco, ya sea apolíneo. Al existir esta tensión y esa
limitación recíproca que hace imposible el predominio de un orden, el conflicto
aparece como inherente al hombre y, la «posibilidad» – como categoría -, irreductible.
La discusión nietzscheana con la moral.
Éticas ideales – Ética de lo real
Cierto
es que en El nacimiento de la tragedia
Nietzsche polemiza fuertemente con el padre mismo de la ética, a saber,
Sócrates, en tanto este aparece desde su perspectiva como un racionalista
refutador de la existencia en su pulsionalidad, es decir, en su vitalidad
erótica, deseante, corporal, mundana. La división antigua entre el mundo
aparente y el mundo verdadero (la “segunda navegación” platónica que antepone
el intelecto puro, lo racional, como lo conducente a lo ideal, al Uno), lleva
posteriormente a la moral judeo-cristiana a identificar el Mal con lo terrenal
(los placeres, los deseos, la carne, lo perecedero) y al Bien con lo
transmundano (el ascetismo, la abnegación, lo eterno, Dios, etc., como valores
que ubican a lo no-terrenal en un plano más elevado y superior).[3]
“… en contraposición con el dualismo
tradicional, Nietzsche declara de manera abierta que la inmanencia está «más
allá del bien y del mal»: es inocente y con ello abre en verdad una nueva
perspectiva para la ética. Pues es posible que al declarar la inocencia del
mundo y del individuo, no quede excluido el conflicto ético y que, por el
contrario, este se entienda de manera más rica.”[4]
Al
sostener que no existe un Ser moral en sí,
sino una lectura moral del Ser, Nietzsche cuestiona la anteposición de los
prejuicios del hombre – sus “deseabilidades”, ya sean de corte intelectualista
o religioso - frente a lo real en su acontecer mismo. En ese sentido, la ética
que se desprendería del planteo nietzscheano supone una revalorización de lo
singular, aplastado en presupuestos generales y axiomáticos. Dice Jacobo Muñoz
con respecto a la tradicional apreciación moral judicativa:
“Al igual que desde lo supuestos de la
teoría, y en su marco, se subsume normalmente lo individual y particular «bajo»
conceptos generales, a efectos de dominio y manipulación, la clasificación en
«bueno» y «malo» sirve aquí para simplificar el trato con los comportamientos y
actos de los individuos. Y con ello el dominio y la calculabilidad de los
mismos. Como bueno vale, en efecto, lo que se corresponde con la imagen general
normativa del hombre. Lo individual irreductible que se da a sí mismo sus
cánones y patrones de medida vale como malo. Y es, obviamente, reducido y
mantenido a un nivel lo más bajo posible por el juicio moral.”[5]
El
camino que toma el pensamiento de Nietzsche no es el de suponer un sendero
ya-dado por principios precedentes incuestionables que los individuos
particulares deberían repetir:
“En el mundo hay un camino que nadie
puede seguir más que tú. ¿A dónde conduce? No preguntes. Síguelo.”[6]
Adecuarse
a formas simbólicas ya instituidas no lleva al sujeto más que al rebaño y,
desde el punto de vista psicoanalítico, equivale a una adaptación conformista
de lo pulsional al superyó – el deber ser -, cuyos mandatos pretenden
alienar y regular las alternativas y las vicisitudes del deseo mismo.[7]
El aplicacionismo de preconceptos absolutos a la situación irrepetible – al cada vez y cada vez -, supone una
subordinación del deseo al ideal y esto va en sintonía con un incremento de la
represión.[8]
Pero si la represión avanza, ganarán terreno el síntoma y la culpa, con el
consecuente empobrecimiento de la vitalidad del hombre. De este modo puede
entenderse por qué, para Nietzsche, el amor cristiano y el intelectualismo
ético aparecen como fenómenos contra-natura, es decir, como «posiciones del
ser» renegatorias de lo real.
Sagols
destaca la superación nietzscheana de toda idea de trascendencia metafísica y
de la postura racionalista socrática, concibiendo que si hay una posibilidad de
superación en el hombre, su fuente no deja de ser lo “instintual” [Trieb]. En este punto, el planteo
nietzscheano es muy freudiano, o a la inversa, allí donde para Freud los
crecimientos y los avances culturales están sujetos al cimiento pulsional,
motor de donde emerge la potencia que les da vida. Por otro parte, en esta superación
inmanente, terrenal y vitalista, no deja de haber un anudamiento bastante claro
entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Veamos. Lo apolíneo supone el principio de individuación. Plotino
sostenía que Apolo significaba no-muchos.
Apolo representa, pues, la individualidad en tanto que elemento único e
irrepetible, finito y contingente. «Conócete a ti mismo», máxima que puede
entenderse en el sentido de una búsqueda de la más radical singularidad
espiritual – ¿de “una relación privilegiada con nuestro deseo”, diría Lacan?[9]
- y no meramente en cuanto que “introspección psicológica”. Ahora bien, ese
camino de búsqueda y de irrepetibilidad, está motorizado por la fuente
dionisíaca de lo pulsional, nivel del erotismo humano en donde falta el sujeto
aún:
“… el instinto dionisíaco constituye la
dimensión inconsciente, irracional y caótica del cuerpo. A la vez, Dionisio es
el fondo primordial del mundo, es el orden de la verdad y la unidad, es el
absoluto metafísico, es Uno, eterno y pleno.”[10]
El
sujeto como instancia apolínea, ¿resultaría una elaboración de la primitiva
situación dionisíaca en donde predominan el puro goce del ser y lo
indiferenciado? No es una mala hipótesis, pero no veo tanta diferencia con el
planteo clásico donde el hombre debería embellecer su ser amoral inferior para aproximarse
más y más al Bien en sí. Si el mundo
humano es voluntad y representación (Schopenhauer), el núcleo de nuestro ser de
representaciones sería nuestra voluntad, más específicamente, nuestra «voluntad
de poder» (concepto propiamente nietzscheano). Pero según Sagols, esta
concepción, a diferencia de la concepción de aquel filósofo y de la de Kant, no
implica un dualismo irreconciliable sino, como fue señalado más arriba, una
implicancia mutua y recíproca, un anudamiento. Creo que Nietzsche, en su
anudamiento dionisíaco-apolíneo, nos permite pensar en una concepción subjetiva
muy original, que trasciende el planteo clásico y cuya particularidad me
propongo desplegar en este mismo trabajo.
Para
Nietzsche, un sujeto puro racional, equivaldría al rechazo - y a la
depreciación - del cuerpo y de la tierra en su misterio fundamental, misterio
del goce del ser, misterio del deseo, misterio del placer y del dolor. Los
afectos, el deseo y lo pulsional quedarían excluidos en una concepción
trascendente racionalista, como algo a desconsiderar, e inclusive a combatir,
en el sentido del Mal. La posición racionalista es solidaria de la idea del
Bien y del «deber ser». El imperativo categórico kantiano y la moral que de él
se desprende, asimismo, aparecen como solidarios de un movimiento represivo
sobre lo pulsional, lo cual no genera la desaparición del Sí-mismo o Ello [Es] sino
su patologización. Y un Sí-mismo
enfermo, decadente, sólo puede predicar la muerte, los trasmundos y la depreciación
del cuerpo. Como Nietzsche mismo diría, hay una envidia inconsciente en la
torva mirada del desprecio. Y la impotentización del deseo – o de la «voluntad
de poder» - alimentará la ferocidad del superyó
– o «espíritu de la gravedad» -, que se vuelve entonces ácido, filoso, bocón
como un tiburón grotesco que persigue al ego
para sodomizarlo, una y otra vez.[11]
La moral que se desprende del “Tú debes/ Yo debo”, supone una alienación y un
aplastamiento de la falta inherente al sujeto del deseo, lo cual no puede
conducir más que a la culpa y al dolor, ante todo porque es impensable una
adecuación irrestricta, de lo real
del sujeto (su falta), a tal principismo. Plantea Sagols:
“En el fondo, Nietzsche nos invita a
reconocer que la ética no se funda en sí misma, en el establecimiento de normas
humanas, sino que ella ha de subordinarse a la primacía del ser, del orden de lo real, independiente
de la preferencia humana, en el que no hay un valor intrínseco a los
acontecimientos, sino que simplemente «se es».”[12]
Hay
que cuidarse de que nuestras idealidades sean jueces del ser, advertía
Nietzsche. Gran sintonía con aquel planteo freudiano, presente en el punto B de
su escrito “Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su
conjunto” (1925) que se intitula “La
responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, en donde el padre del
psicoanálisis afirmaba:
“El narcisismo ético de la humanidad
debería contentarse con el conocimiento de que el hecho de la distorsión en los
sueños, así como la existencia de sueños de angustia y sueños de castigo,
proveen clara evidencia de su naturaleza maligna. Quien esté insatisfecho con
esto y quiera ser mejor de lo que fue creado, deberá esperar ver si puede
alcanzar en la vida algo mejor que la hipocresía o la inhibición.”[13]
El
asentimiento de la Tierra y del cuerpo en su inocencia no es sin consecuencias,
ya que a través de esta recuperación valorativa de la inmanencia - y superados
tanto el escollo racionalista así como la concepción judeocristiana de redención
trasmundana:
“… se deja atrás la culpa, el
sufrimiento estéril, y se abre la vía para una nueva perspectiva que quizá
pueda llamarse (…): gaya ética: un
ejercicio y un canto alegre, feliz de la libertad, afirmador de la vida en
general y del crecimiento del individuo en una búsqueda de equilibrio entre
todas las contradicciones de este. Se tiende a recuperar, así, la liga íntima
entre vida ética y vida feliz que se da ya de manera sobresaliente en
Aristóteles, Epicuro y Spinoza - que es
preciso recuperar hoy en día. Y por otro lado, Nietzsche nos ofrece la vía para
superar un cierto «eticismo» que tiende a imponerse en la actualidad: la
búsqueda permanente de normas que regulen todos los ámbitos de acción, la
necesidad de recurrir a criterios preestablecidos como guía de la vida.”[14]
Resulta
interesante suponer una ética que se desprenda de lo real y no de lo ideal.
Esta parecería ser la subversión nietzscheana, en cierta medida, aunque mucho
debemos al psicoanálisis que una tal ética haya podido formalizarse más
claramente y sin ambages, a partir de la introducción de ciertos conceptos
fundamentales. Una ética de lo real,
supondría un fuerte cuestionamiento de las idealidades filosófico-religiosas y
de la universalización – siempre delirante – del ego. Una ética de lo real supondría una concepción no rechazadora
del trasfondo dionisíaco del accionar del hombre sino su alojamiento y además
una interpelación a la búsqueda de manuales consoladores sobre cómo habría que
existir. Visto y considerando que es
un orden dionisíaco primordial irreductible: ¿Cómo he de vivir? Esta pregunta, siguiendo lo señalado, no podría
responderse sino a través de una justipreciación de la historia y de la
situación única e irrepetible de cada sujeto – de ese hombre y no de EL
hombre -, justipreciación que considere fundamentalmente el orden irreductible
de su falta-en-ser.
Luis F. Langelotti
Buenos Aires, Marzo de 2014
Publicado en: www.revistanuevasvoces.com.ar
[1] Sagols,
L.; “La herencia ética de
Nietzsche (en torno a sus alcances y limitaciones)” en
López Castellón, E. y Quesada E. [Eds.] Nietzsche
bifronte, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 2005. Pág. 81.
[2] Op. cit. Págs. 82.
[3]
Desde una lectura psicoanalítica, concebir la castración como “el Mal” tal vez
sea algo solidario de la más profunda represión y nos hable de poderosos
factores sexuales inconscientes frente a los cuales se habrían erigido severas
formaciones reactivas. La abnegación, el ascetismo, etc., por su parte, podrían
aparecer como síntomas asociados a fantasías masoquistas en relación a un Otro
al que se le supondría un saber y un poder ilimitados. Pero ese Otro
omnipotente, nos habla, quizá, de la vanidad del propio ego, como una suerte de proyección en donde se edifica un ser
supra-terrenal intocable, dueño de sí, absoluto: “Proyecté, así, mis ideales,
más allá del hombre, como hacen todos los de detrás del mundo. ¿Los proyecté,
en verdad, más allá del hombre? ¡Ah, hermanos míos! Aquel dios forjado por mí
no pasaba de ser obra humana y delirio humano, al igual que los dioses todos.”
(“De los de detrás del mundo”, Así habló
Zaratustra). His majesty the Baby. Cuando niños, somos como un verdadero Dios
para nuestros seres queridos y para el mundo entero – o así lo vivimos - y ese
amor nos lega un narcisismo que ulteriormente nos hará suponer seres dotados de
semejante completitud (yo ideal). Esclavizados a nuestro propio ego, iremos con la falsa conciencia de
un altruismo puro cuando en realidad, según esto que vengo diciendo, la
creencia en un ser suprahumano tiene su fuente en el más arcaico egoísmo.
[4] Op. cit. Págs. 83.
[5]
Muñoz, J.; “El sin-sentido de la tierra” en Joan B. LLinares (Editor), Nietzsche: 100 Años después. Ed. Pre-Textos,
Valencia, 2002. Pág. 13.
[6]
Nietzsche, F.; “Schopenhauer como educador” en Consideraciones intempestivas, Obras
completas, Tomo 1, Buenos Aires, Aguilar.
[7] Para
el superyó las cosas tienen que ser
de UNA manera. Mandato de univocidad insensato que reclama lo imposible puesto
que pretende lo mítico irrecuperable: respetar la esencia (eso quiere decir deber ser, es decir, deber el ser). Esa pérdida, que es también el
precio de existir, el superyó la torna culpa,
remordimiento. El superyó es el
eterno reproche de vivir, ya que vivir es pecar y el exilio del hombre de la
nada divina hacia la ex-sistencia mundana deja ese resto, ese carozo mordaz, que
se burla de la jugada de ex-sistir, trivialmente, más allá de la perfección, de
la excelsitud y de la sublimidad demandadas. El goce de Dios es insoportable para
el hombre que no se desprende de él (ver Nota 4) y un relicto de ese goce primitivo
se aloja en el superyó que puja por una restitución imposible (como si saldar
la deuda por el ser – el deber ser - fuese
posible). Para el hombre, algo de un goce superior tal vez pueda vivenciarse
pero, desde luego, no a través de la obediencia moral al superyó. Cuanto menos
asume el hombre su exilio divino y su ser-de-pecado, más paga con el masoquismo
de su neurosis, en tanto las exigencias nostálgicas encubren una pulsionalidad
mortífera secreta, sedienta de una plenitud trasmundana. Esta sed de plenitud,
como lo veremos, puede endilgarse tranquilamente a la «voluntad de poder»
nietzscheana, transformándose Nietzsche no más que en un “metafísico elaborado”,
entronizador del goce del ser frente
al intelectualismo ético y la religiosidad ascética de sus predecesores. Pero creo
que puede hacerse una lectura un poco más interesante del pensamiento del
filósofo, situando los límites de su planteo a esa sedienta «voluntad de poder»,
cuestión que despliego más abajo.
[8]
Cierto marco represivo – de negación de lo real - no deja de ser necesario para
que el hombre pueda transitar el ser en su multiplicidad sin volverse loco.
Pero el planteo se torna patológico allí donde el sujeto no puede prescindir
del marco y necesita aferrarse a él de modo casi infantil, como el niño falto
del pecho materno que se hunde en la más profunda angustia. Soltar el marco
supone confrontarse con los propios afectos adormecidos que son del orden de lo
real. Confrontarse con que detrás del amor y de las más arraigadas certidumbres
del yo no había una consistencia metafísica sino terrenales pulsiones, esto es,
condiciones de goce inconscientes. Vaya inquietante descubrimiento, si los
hay.
[9]
Lacan, J.; “La transferencia en presente” en El seminario, Libro 8, La transferencia. Buenos Aires, Paidós,
2013. Clase XII, Pág. 199.
[10] Op. cit. Págs. 84.
[11]
¿Pero no perseguirá el ego también al
superyó? El infantil anhelo de un
garante último - de una protección infalible, de un Saber intachable y
consistente – como el reverso del tropiezo masoquista posterior. Demandar amor
también puede ser demandar un golpe.
[12] Op. cit. Págs. 85.
[13]
Freud, S.; “Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su
conjunto” en Obras completas, Tomo XIX, Amorrortu editores, Buenos Aires.
Habría que matizar desde luego esta idea de una “naturaleza maligna” ya que, desde la lectura de Lacan, lo pulsional
no es un en sí natural sino más bien
un efecto del lenguaje. La pulsión de
muerte es un efecto de la castración significante como atravesamiento del
viviente por el Otro, allí donde este impacto primitivo se juega como
masoquismo erógeno. El núcleo del sádico y obsceno superyó – masoquismo moral -
es esa situación originaria de pasividad y objetalidad en relación al mundo
hablante. Mundo traumático por su caótica opacidad en donde se plantea la
exigencia de un alojamiento por parte
de aquellos que brindarán los primeros cuidados. Sin la mediación del amor como ternura el cachorro humano transita esos primeros momentos de su
frágil existencia como un mero objeto al servicio del capricho – del goce - del
Otro. El amor media, amortiza, acolchona, el impacto del angustiante deseo del Otro en su inquietante enigma.
Por lo demás, el planteo del psicoanálisis no es una postura de resignación
frente a la inmoralidad humana y la falla de su mundo (ser-de-pecado). Al
contrario, toda posibilidad realista de edificar una realidad menos
mortificante y neurótica, supone para el psicoanálisis la condición de aceptar
la falta en cuanto tal, en otras palabras, pagar el precio de asumir
simbólicamente lo impagable del deber ser.
Esto de pagar por lo impagable, como
si uno dijera que se termina (cesa de no escribirse) lo interminable (que no
cesa de no escribirse) cuando uno lo acepta, creo que tiene mucho que ver con
lo que más abajo abordo en cuanto que amor
al acto y con el ´así lo quise´ nietzscheano de la «voluntad creadora».
[14] Op. cit. Págs. 86.
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