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Durante las noches, la capital me invita a
recorrerla en soledad. Muchos elementos la particularizan, más allá de los
componentes generales que hacen de ella una ciudad más. Caminando por Pedro
Goyena, los árboles inmensos bordean el asfalto marino de la curvada avenida
como gigantes oscuros que amurallan un río sagrado. El ciudadano vecino patea
apurado los metros eternos hasta llegar al edificio de su morada, como temeroso
y perseguido por vaya a saberse qué peligros. En la esquina, un grupo de
cartoneros discuten sobre fútbol al ritmo de una turbia cerveza, detalle que no
parece importarles. El patrullero de la federal traza un ángulo imposible en el
marco de una maniobra apresurada que descontinúa la dirección del vehículo,
dejándolo de frente al Este, hacia donde se dirige a toda prisa. La sirena del
porteño navío decora la escena armónicamente otorgándole mayores aires
marítimos y es ahí donde imagino el llamado de Parténope.
La cantidad de perros nocturnos que husmean
las mugres ciudadanas en patota, son uno de esos elementos que creo que
particularizan a esta ciudad. Para ahondar en detalles, cabría distinguir un
lunes de lo que podría ser un sábado. También habría que distinguir según el
barrio en el que estemos. Cuanto más comercial y de mayor poder adquisitivo es
un barrio, parecería que más asediadas se tornan las noches por grupos de
hombres, mujeres y jóvenes pordioseros cuya presencia inquieta la civilidad y
la sensibilidad de los allí residentes. Los concurrentes noctívagos son mirados
con recelo y sospecha, tornándose la palabra entre el foráneo y el nativo –
entre el bárbaro y el griego - una opción casi imposible. La ciudad parecería
brindar una ilusión de contención y de perfección a quienes la habitan de
manera tal que quien es de allí, casi por nada quiera dejarla y, quien es
ajeno, muere por ser parte de ella. La ciudad se vuelve un centro imaginario reservado a una elite, un adentro que circunscribe un afuera supuesto donde queda
rechazado lo radicalmente otro, eso
que se pretende hasta inhumano.
Al pensar en todas estas cosas, recuerdo el
decir de una bella pero algo tonta muchacha que sostenía que “en capital tenés
todo.” Al principio creí comprender, pero luego me di cuenta que no estaba
entendiendo bien a qué se refería y, al preguntarle, ella evidentemente
tampoco. Teatros, cines, pizzerías, una oferta cultural que tiene a la calle
Corrientes como epicentro, posibilidades que yo también estimo valiosas e
interesantes. Pero lo curioso era que tal jovencita, ni por casualidad gozaba
de esas alternativas. En definitiva, quedó como un misterio. Así como queda
como un misterio el hecho de que a muchos nos pase algo tan semejante. Será
cuestión de interrogarlo en uno mismo.
Hoy no hay estrellas. Las nubes han venido a
cubrir lo que queda de cielo entre edificio y edificio. ¿Serán los edificios el
fruto humano del horror al vacío natural, al sin sentido del campo, de la
llanura y a la infinitud del espacio? ¿O quizá una expresión del anhelo humano
de semejarse a las aves, quienes habitan la ingente montaña? ¿Por qué esa
necesidad humana de apelotonarse en torno a alguna cosa? Basta que alguien
construya una avenida o un shopping
para que en derredor se ateste de cuerpos mortales. No parecería tratarse de
una cuestión de necesidad, como quien se asienta junto a un río para poder
pescar o servirse del agua para el riego, etcétera. ¿Necesitaremos de algún
tipo de Dios? No creemos en Dios, nos declaramos ateos con naturalidad, pero no
podemos dejar de ir a esa misa posmoderna que representa ir al supermercado o a
farmacity (que a esta altura es casi
lo mismo) antes de llegar a casa.
Tomarse un taxi o no tomarse un taxi: esa es
la cuestión. Si fuese tan simple como dirigirse al destino delimitado, qué
bueno que sería. Pero hoy por hoy, viajar en taxi lo estimo una aventura
riesgosa. Pues, además del taxi, está el tachero. No quiero generalizar, pero
estos sujetos tienen muchas cosas en común. No diría que son amigos de la
palabra. Más bien, son fanáticos de la catarsis. Basta con que uno se muestre
mínimamente simpático para desatar una vorágine temible de fastidio y de
racionalidad: “Qué pasa, tachero, he
pensado muchas veces para mis adentros,
si sos tan vivo y tan inteligente, sin desmerecer lo que hacés, qué pasa que no
fuiste gobernante, por qué maldición o castigo divino se te prohibió comandar
el destino, delimitar las formas, enmendar las carencias de la ciudad… y por
qué no de la humanidad entera.” El tema jodido es bancarse a un tipo que se
banca diariamente la diarrea del ciudadano acelerado, desbordado, y para el
que, a fin de cuentas, cualquier pasajero no es más que una simple x, siempre esférica, redonda, igualita a
sí misma. Como la monotonía de su queja. “Pero
para qué discutir, hoy no voy a pelearme con usted, tachero, ni siquiera me voy
a tomar un taxi, aunque puede que llueva, prefiero caminar, patear, ir
tranquilo. Tal vez ni siquiera llueva, me importa un carajo mojarme.”
Me quedé sin batería en el celular y eso es
algo que me molesta un poco. Sobre todo cuando espero algún mensaje que podría
conllevar una propuesta interesante. Alguna nena que esta noche esté aburrida,
que esta noche tenga calor, que está noche quiera fuego. Debería haber tomado
recaudos antes de salir, pero me olvidé. Puede pasar. En un rato, cuando
encuentre un ben lugar donde fumarme un pucho, voy a encender el maldito
teléfono a ver qué trae. Más le vale traerme alguna buena nueva. Ya estoy
empezando a fastidiarme de su presencia. Parecemos tarados, todo el día dale
que dale con el celular. ¿Cuándo empezó a pasar esto? ¿Allá por el 2003, 2004,
2005? Se fueron volviendo más potentes estos aparatitos, más invasivos, están
todo el tiempo y en todos lados. Resulta, a decir verdad, un privilegio
quedarse sin batería. Por un momento estoy por fuera de la Matrix. La Matrix no
puede registrarme, no puede ubicarme, no sabe si estoy o no. Un poco de
ausencia no viene nada mal, qué tanto. Demasiado alienados vivimos los
posmodernos, parecería que no hay manera de zafar. Pero cuando me fumo un pucho
tranquilo en la plaza, zafo. Ni qué hablar cuando me pongo a componer.
“Ey,
muchacho, a estas horas provinciano, paisano amigo, pienso mirando un
jovencito que espera el colectivo 136 (no sé cómo llegué, pero ahora camino por
la Av. Rivadavia), qué pasa que a estas
horas esperás el colectivo, ¿hay colectivos aún? Te invitaría a mi casa, a
pasar la noche, mañana te irías temprano, luego de que te sirva un buen café
con leche. Pero también yo tengo mis reservas, mi severidad, ni siquiera me
atrevo a hablarte, te miro y sos casi un misterio, tengo el alma muy infantil
detrás de tanta pose macha y aires de superioridad.” La ciudad es casi la
enemiga innata de la comunidad. Y cuando pienso en comunidad pienso en palabra, en abrazo, en saludo, en holaquehacés, todobienvosvasparaalláyotambién. La ciudad es la novia del
anonimato y cualquier gran hombre es equivalente a un don nadie y al revés. En
la ciudad, todos se pretenden excepciones, diferentes, especiales, únicos. Pero
somos todos iguales. Poco lugar hay para que aparezca algo realmente distinto,
una singularidad, una trascendencia. Un rebaño de ovejas negras, también es un
rebaño. Pienso en la ciudad como en un rebaño de ovejas negras, iguales a sí
mismas pero peleadas entre sí, que se evitan, se ningunean, se repelen con
narcisismo. La vanidad de las ovejas negras puede ser más destructiva que la de
las ovejas tradicionales, porque la oveja tradicional se acepta
oveja-parte-de-un-rebaño. En cambio, la oveja negra se cree única y no siendo
parte de ninguna masa. Por eso le resulta al lobo tan fácil comérsela. El lobo
ama a las ovejas negras, como el amo hace del rebelde su festín.
2
-
¿Esperas el bondi? – pregunté yo.
-
… - parece que no me escuchó.
-
Hola, ¿estás esperando el bondi? – insistí.
-
Sí, sí. No viene más… creo que perdí el
último – dijo él, con enojo y un notado cansancio.
-
Y sí, estos bondis son una cagada. ¿Hasta
dónde vas? – me atreví a preguntarle, tratando de ocultar mis nervios.
-
Voy
hasta Merlo. Sólo me deja el 136. Los otros no – el muchacho hacía esta
aclaración porque en la parada del colectivo que esperaba, también paraban
otros que iban con la misma dirección pero evidentemente no con el mismo
destino.
-
¿Y el tren? – pregunté con un tono amable,
como esperanzado de que esa opción él no la hubiese pensado. Justo él, quien
era a quien realmente casa le quedaba lejos.
-
No, olvidate. – dijo el muchacho, mirando
hacia el horizonte con angustia, cual caminante que al transitar el túnel,
aguarda impaciente un mínimo rayo de luz. - Están arreglando. Después del
accidente de Once, el último sale a las diez y veinte. Son más de las once. Ya
no se puede tomar más. Se me hizo tarde, no iba a volver a mi casa, pero me
llegó un mensaje. Me iba a quedar acá en capital en lo de un amigo, pero me llegó
un mensaje.
“Pero
me llegó un mensaje.” Esa frase resonó hondamente en mi cabeza un rato y me
colgó. Luego mi pensamiento retomó su ritmo habitual y advinieron varias
preguntas. ¿Un mensaje puede ser tan determinante de la vida de alguien? ¿El
curso de una situación puede volcar abruptamente a partir de un mensaje? Me
sorprendió la eficacia. “La eficacia de
un mensaje.” Y mentiría si dijera que no me despertó una profunda
curiosidad. ¿Qué tipo de mensaje? ¿Una invitación? ¿Un pedido de ayuda? ¿Una
amenaza? ¿Un mensaje de quién? ¿Una madre preocupada o carente? ¿Un amigo
triste y en soledad? ¿Una chica ardiente esperando fuego? ¿Una mujer celosa,
testaruda y privadora del libre andar del marido?
-
¿Qué hacés en capital? – retomé la
conversación, al registrar mi silencio.
-
Trabajo en Palermo – respondió con sequedad
el joven, que casi nunca me miraba a los ojos, vaya a saberse por qué.
-
¿Y no hay laburo por Merlo? – le inquirí,
como tratando de responder a esa pregunta mía respecto a por qué la gente se
aglutina en torno a la capital.
-
Pasa que soy militar – me dijo, está vez con
mayor amabilidad pero con seriedad. - En Merlo no hay dónde trabajar. Yo
trabajo en el Hospital Militar.
-
Ah,
mirá vos… - respondí sin pensar, con cierta sorpresa. - ¿Y hacés carrera
militar?
-
No todavía no. – me señaló el joven,
mirándome a los ojos. - Soy soldado. Tengo dieciocho años. Más adelante voy
empezar a estudiar – hizo una breve pausa y luego agregó. - Quiero ser
artillero.
Dos, tres, cuatro gotas de una ínfima
llovizna comenzaban a descender del cielo y a acariciar nuestras cabezas
parlanchinas en lo que se había tornado una grata charla. Al notarlo, el
muchachito se mostró un tanto preocupado y molesto. Nuevamente, el tema del
bondi recobró peso y la eficacia del mensaje recibido dejaba adivinarse en su
rostro ansioso. Junté coraje y venciendo mis propios prejuicios le pregunté:
-
¿De qué se trata el mensaje que te llegó?
El muchacho se quedó en silencio y espiró
fastidiado, no conmigo sino con la pregunta. Se tomó su tiempo, entre balbuceos
roncos y suspirares difónicos. Finalmente dijo lo que tenía para decir.
No sé si quería enterarme de lo que me dijo o
si tenía ganas de poner en situación al joven de decir sobre su gran
preocupación. Tal vez pequé de ingenuo, confundiendo mi curiosidad con mi
amabilidad. Ser amable con el otro, ¿no implica también el pudor? ¿No conlleva
también asentir el no saber? Lo dicho me aplastó un poco, ante todo por no
contar en lo más mínimo con elementos como para brindarle una ayuda, ya que
apenas empecé la carrera de Psicología. Me quedé realmente mudo un lapso de
tiempo más o menos largo. Y él no dijo más nada tampoco. ¿Cómo salvar la
situación? Cuando se metió la pata hasta el fondo, se metió la pata hasta el
fondo. Otra será la ocasión para pensar antes de actuar de la misma manera. Me
surgió un poco de enojo, debo reconocerlo. Conmigo, con el muchacho, con la
situación, con Dios, con la Ciudad, con el 136, con el tren, con los tacheros,
con las plazas, con los edificios, con los cartoneros, con los perros que
husmean la basura, con las nubes que cubren los baches que dejan los edificios,
con Parténope, con farmacity, con la
ilusión de que la capital es el centro, con la federal y sus patrulleros, con
los teléfonos celulares. ¿Y mí teléfono celular? Maldición, me olvidé de
prenderlo. Prendí mi celular en silencio y evitando especialmente dar a
entender algún tipo de continuación a nuestra charla. No lo puedo creer, un
mensaje de Vanesa. ¿A qué hora me llegó? A las once. Ya son doce menos diez,
pero si seré boludo. No es que tampoco tenga que salir incondicionalmente
corriendo cual bombero voluntario, presto siempre a combatir las llamas de
alguna jovencita ardiente. No se trata de eso. Son mis propios fuegos los que
me reprochan el cuelgue, el olvido, pensar más en la desgracia ajena que en
ellos, que se agitan, es verdad.
“Y
bueno, me voy, no tenga nada que hacer ya paisano, provinciano amigo, suerte en
tu Merlo natal, suerte con los milicos y con el honor de la patria, acá en la
ciudad somos así, severos, reservados, torpes, falsamente amables, hipócritas,
ovejas negras de rebaños inconfesados. Huyo como soldado que se guarda para
otra batalla, una guerra me espera y tengo el rifle bien cargado, disculpe
usted el egoísmo, no nací cristiano y el altruismo lo maté leyendo a Nietzsche.
Qué taradeces digo, no es para tanto, no es que yo le hice el mal que me ha
contado, tampoco cancelé los trenes, ni soy socio de Ecotrans y aborrezco TBA al igual que vos, provinciano amigo, verás que soy bueno, que al menos
lo intento, pero tengo mis límites. Vos también rajarías al toque si conocieras
las gambas de Vane. Esa suave carnosidad de veinteañera. Y ya me estás tildando
de pajero otra vez. Que no voy a hacerme ninguna paja, me la voy a comer entera,
a esa nena, que quiere fuego, que tiene fuego, que sabe de lo que soy capaz y
que por eso mismo me escribe. Y ya habrás tenido vos tus tremendos polvos por
allá, por el oeste, de donde dicen que viene el agite. Seguro que las paisanas
la deben agitar bien, no me cabe duda y me pongo loco de sólo pensarlo. Pero
Vane, mi querida Vane, es la nena que me canta al oído y que sabe lo que más me
gusta y cómo me gusta y dónde me gusta, amigo mío. Y ya entiendo qué me gusta
tanto de capital, ahora que lo pienso. Las buenas hembras, las fuertes nenas
con su elegancia neoyorkina y su perfume brutal, que atraviesa paredes, que te
carcome la cabeza, que despierta en tu pecho lo que Hendrix con su
Stratocaster, que te miran sin mirarte y te dicen sin decirte, perritas autosuficientes
que saben cómo causarte un brote, que estiran el encuentro como quien estira
una cuerda hasta ponerla bien tensa, pero es cuestión de uno bancarse la
tensión, y no dejar que la cuerda se rompa. Después son nenitas de pecho, una
vez ganado el territorio, pasan estas cosas, que te descuidás un segundo y
tenés un mensaje de texto invitándote a soñar húmedo y a bordear el límite del
universo humano, para rozarte con afrodita, acariciarte con las divinidades que
saben arder, bajo coordenadas espacio-temporales desconocidas. Me he ido de
tema paisano, amigo mío, qué bruto me pongo cuando me escribe esta nena, ni
siquiera me despedí de vos, idiota quedo, debo reconocerlo. Pero a qué vas con
la culpa, hombre, nadie nos quita lo bailado.”
Caminé unas cuantas cuadras acelerado y un
ángel porteño me seguía los pasos bajo la forma falsa de un sabueso tierno, de
un pichicho mojado, cuidándome de los malos espíritus que durante las noches de
la ciudad, buscan enceguecer a los deseantes bajándoles las ganas de ir por
más, invitándolos al mero placer inmediato de encerrarse en un departamento
pero no para abrirse a lo impensado (como haremos con Vanesa), sino para rumiar
y rumiar, noticias estúpidas que luego desmienten sobre calamares gigantes o
qué onda el dólar blue, y pobre la
viejita y el viejito que le dan a esa mierda todo el día, que se manducan esa
bosta como si fuera la posta. Allá ellos, y los espíritus de la gravedad que
buscan tentarme a través del miedo. Porque el miedo en realidad es la tentación
del ego de quedarse quieto en la inmundicia cotidiana y conocida. Es un arma de
la represión. Mi agitación es más bien una rebeldía loca frente al sistema
puto, sus mandatos agobiantes, porque cuando una nena y un tipo – como yo - se
encuentran para abrir las puertas de los arcanos innombrables, la realidad que
todos damos por supuesta se va al carajo y pasan cosas terribles.
Al llegar a la puerta de la casa de Vanesa,
no podía ser de otra manera, me tomé un segundo para fumarme un cigarrillo,
tranquilo. Para bajar un poco tantas revoluciones. No es cuestión tampoco de
andar avasallando a esa mujer. Hay que saber esperar a que ella también se
ponga loca, caballo salvaje. No te impacientes, corazón. Miré mi reloj. Qué
rápido llegué. Toqué el timbre de la casa y estornudé casi al unísono. Luego de
escuchar que Vanesa me decía “ahí va”, pensé sólo una cosa y me reí: “La eficacia de un mensaje.”
Luis
F. Langelotti
Publicado en Revista Nuevas Voces #5, "El Otro"
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