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Breve ensayo sobre la filosofía de Friedrich Wilhelm Nietzsche




¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable idée fixe de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real![1]

I
Puede decirse, sin deformar demasiado los hechos, que el “pensar”, a partir de Nietzsche, no está ya “libre de sospechas”. Es decir, ya no me es dado “dudar” de todo menos de mi “dudar”, sino que es precisamente ese “dudar”, antes que de nada, de mi “dudar” mismo, el que posibilita la emergencia de un auténtico pensar. Y aún más: es ponerme en cuestión a mí mismo como agente incondicionado de ese “dudar”, aquello que da lugar a tal acontecimiento.

Es quien se reconoce ciego, ingenuo, falaz y desconocido-para-sí-mismo[2], quien puede realmente acceder a las costas frescas de la verdad. Mas, esta “verdad” de la cual hacemos referencia, dista en amplia medida, pues, de aquel imperio de lo “verdadero” ligado más bien a la concepción platónica dual. “Dual” en la medida en que introduce una escisión entre lo ideal y lo aparente (lo real), en detrimento de esto último.

La verdad con la que Nietzsche juega es, ante todo, «peligro». ¿Y a qué remite esta figura retórica del “peligro”? Es decir, ¿cuáles son las incumbencias semánticas que trae aparejadas? Más allá de las escenas a las que tal vocablo podría dar a luz, en la imaginación de cada cual, un sentido que estimamos pertinente atribuirle, remite al «peligro» como a aquel rasgo característico de una vida en singular y falta de garantías ajenas a esa singularidad misma. Es decir, se trata de una verdad dicha de a uno. Esta soledad del hombre y, más precisamente, su asentimiento, es aquello que viabiliza el nacimiento de un pensar verdadero, libre, indómito en su impertinencia.

La “duda” nietzscheana es una duda que extrema la posición cartesiana al tiempo que se mofa sarcásticamente de ella y la interpela: “¿Por qué la certeza y no acaso la plena incertidumbre?, ¿por qué el conocimiento objetivo y ausente de toda implicación perspectivista y no, por el contrario, la angustia, el hielo y lo abisal?”

En este sentido, nada resulta ser más «peligroso», naturalmente, que el cuestionamiento de aquello que se pretende el amo, el señor, el causante del pensar; a saber, el yo: Lo que más fundamentalmente me separa de los metafísicos es esto: no les concedo que sea el yo el que piensa. Tomo más bien al mismo yo como una construcción del pensar…”[3] Se invierte, claramente, la relación entre ambos. “El pensar es el que pone el yo, pero hasta el presente se creía (…) que en el “yo pienso” hay algo de inmediatamente conocido, y que este yo es la causa del pensar…”[4].
Pensemos ahora en el movimiento lógico que conduce hacia la apertura de esta emancipación del pensar, la cual no implica otra cosa más que la aceptación de la propia soledad, en la medida en que es esto aquello que permite el descubrimiento de lo marginal de sí (del propio «potencial») y la edificación de la propia vía vital.

Como primer tiempo tenemos al hombre en cuanto que sometido al Otro epocal. Definido por él, alienado al libreto que le ha impuesto la Civilización. Si el sustrato biológico, natural, en suma, aquello que especifica a la especie, etc., representa lo universal y lo necesario, por su lado, la dimensión cultural alude a lo particular y contingente. Mas, aún, lo «singular» no emerge en ese nivel.         

En este punto, antes de continuar, es conveniente detenerse para esbozar una precisión. El pensar nietzscheano no puede concebirse en su genuina altura sin someter antes a él mismo a los parámetros evaluativos que define a través de los principios que enuncia (y de las degeneraciones que denuncia). En tal dirección, Nietzsche, como apólogo de lo «intempestivo», de la pura diferencia, ilustra con su obra misma esa irrupción de lo impensado, de lo denegado, de lo amordazado por el decir histórico, cultural, metafísico y religioso de su época. De esta manera, es también un filósofo-síntoma, cuya presencia misma pone de manifiesto las fisuras de los dogmas incuestionados. Nietzsche es, en sentido estricto, una singularidad.

La verdad nietzscheana es una «mujer», esto es, y a su propio decir, “el más peligroso de los juegos[5]. En la medida en que confina al hombre a reconocer y a abandonar los múltiples rostros que el Otro le brinda para “ser”, esas máscaras diversas que hacen las veces de “identidad”, aproximarse a ella conlleva adentrarse en una aventura riesgosa donde el frío del sin-saber-anticipadamente, es lo que reina. La única certeza, allí, es la incertidumbre.

De todos modos, es preciso aclara que, este «vértigo» del cual el hombre poco quiere saber - esta incertidumbre insoportable que asfixia y atormenta su conciencia cuando un signo, un gesto de su desértica circunstancia asoma - no es, desde esta óptica, algo negativo, sino, en realidad, da cuenta de un proceso vital de «desprendimiento». Y este vocablo, en este contexto específico, quiere decir: desamarre respecto de la verdad ajena que se le ha impuesto con anterioridad y que permite que el hombre, o mejor dicho, ese-hombre (el individuo real) encuentre su propia voz, escriba su propia narración de lo que acontece, matizando los “hechos” con la rúbrica de su estilo. Este sería el segundo momento de la emancipación del pensar, es decir, el «enjuiciamiento» de la verdad heredada.
        
«Desprendimiento»: caen las rocas que conformaban el ingente palacio del saber ajeno. Caen del cuerpo: a él sujetaban. El cuerpo, ahora «vivo», camina perplejo, aturdido, inundado por un «vértigo» sin igual. Es el afecto efecto del «quizá…» [Vielleicht]

Ahora, ese que errabundo camina por los gélidos derroteros de la existencia, quiere las rocas, no ya el hielo. Pero también, algo nuevo emerge en el horizonte. Tal vez una danza, tal vez un poema. Tal vez…          


II

«Potencia» puede llamarse a la llaga insufrible que empuja sin más a ese-hombre a que llegue a ser lo que debe ser. El “deber” aquí aludido, no remite a loa cánones sociales, moralizantes y de carácter general (por más específicas que sean las particularidades de la cultura que los promulga) sino a un “deber” que compromete al individuo en su senda personal, única y no-dada. Dicha “senda”, no implica, sin embargo, el surgimiento de la novedad en el medio de la nada misma. Es, en cambio, la introducción de una variación, de un “neologismo”, por entre medio de los caminos ya instituidos previamente.   
    
Más arriba indicábamos el carácter irrepetible del personaje Nietzsche. Tal especificidad alcanza su cima máxima, no sólo en la profundidad de su pensar, sino en el estilo de su escritura. Allí es en donde puede captarse fielmente cómo el filósofo siente aquello que formula. La polisemia misma que su palabra ejercita, esa posibilidad que Nietzsche nos presenta al escribir de interpretar en múltiples direcciones sus ideas (y no casualmente en un mismo sentido, lo que, por otro lado, nos obliga a dejar a Nietzsche siempre como un “asunto abierto”, “en suspenso”), es la clara expresión de una transfiguración perpetua, vital, poderosa y que coincide plenamente con su pensamiento, al no permitir que con este se erija un nuevo Dios, un nuevo Ideal: “¡Cuidáos de que no os aplaste mi estatua!”[6]   

El modelo filosófico que Nietzsche representa, lejos de ser un espécimen enfermizo (ya sea por las contradicciones y paradojas que presenta, por ese levantar juicios previos y refutarlos casi caprichosamente – por una mera cuestión de “gusto” -, por la manera de exponer sus principios - la cual es, por momentos, agónica, patética, irritable -, por la multiplicidad de connotaciones disimiles que conlleva, etc., etc.) es la manifestación concisa de una «voluntad de poder» asumida, que no reniega de sí, que dirige autónomamente el curso de sus ideas. “Autónomo” no implica aquí creerse “dueño” del pensar, en el sentido en que anteriormente apuntábamos, es decir, como “agente”, como “causante” de ese pensar. Y esto, en la medida en que tal creencia asume inconfesadamente la existencia ficticia de un “yo” como “ser”, como algo “real”. Mas, el pensamiento de Nietzsche, se aleja de tal pretensión y concibe el pensar como un proceso no estático, ligado más bien al arte de la «interpretación» y no del “conocimiento”. Nietzsche es radical en su crítica al sujeto epistémico. Para él nada es más falso, ficcional, que la verdad. Y, no obstante, condición-para-la-vida.

La presunta polaridad entre lo “verdadero” y lo “falso”, entendidos como “cosas en sí”, siguiendo las agudas e incisivas ideas del filósofo, cae al vacío, ya que el fundamento de tal oposición cifra su pertinencia en el plano incuestionable del sujeto cognoscente y objetivo. Mas, Nietzsche, apunta que tal sujeto – el “yo” - está determinado por lo pulsional, por lo pasional, por el anhelo ardiente de ese-hombre en cuanto que este busca siempre los medios para acrecentar su poder - porque él es radicalmente «wille zur macht» y, el “yo”, no es más que uno de tales medios, justamente, uno muy adecuado para tal fin.

La autonomía nietzscheana es un asumirse-poeta, esto es, creador de neologismos singulares, nuevos modos de decir el acontecimiento, que pongan en primer plano la verdad pero como verdad personal, como suplencia interpretativa de un mundo sin-sentido.   

No hay pensamiento que no esté causado por el deseo de quien allí se exhibe. Pero puede, quizá, que ese pensar sea una estratagema para ocultarse. Pues bien, existe una radical diferencia entre el pensar de quien no se ha cuestionado en su mismidad, y el pensar veraz, que es la palabra sin garantía, en soledad, a la espera de que algún oyente, retroactivamente, le de su pertinencia. Dicho así, el pensar es también una apuesta, una jugada.

El pensar auténtico es el genial creador, el dramaturgo, el artista que ha palpado con las manos de su espíritu, que ha vislumbrado el carácter “condicionado” de su “dudar”, que ha aprehendido que “dudar” realmente implica “dudar” de este “dudar”, ya que se haya sostenido, hasta en sus más ínfimos rincones, por la otredad que representa la Civilización que le ha tocado en suerte.

La pasión es el motor de todo “conocer”. El conocer no es libre, desde ningún punto de vista. Toda búsqueda del conocimiento, la imperiosa búsqueda hacia la que nos arrastra el trieb “epistemofílico”, es entendida por Nietzsche como una sustitución del instinto de dominio, es decir, es uno de los modos de la «voluntad de poder». No obstante, esta aventura exploratoria del hombre empujado por su voluntad de poderío, por su voluntad de aprehensión, de fijación, de dominación, de interpretación de lo real, degenera a nivel de la masa, a nivel del para-todos mudándose en “voluntad de verdad”, “voluntad de certidumbre”. Inercia, improductividad, cansancio propio de los “débiles” que se congregan para alabar al Dios, para venerar la versión interpretativa que se ha erigido en Rey en un mundo de múltiples lecturas que luchan por imponerse.

La costumbre y la tradición elevan a la calidad de irrefutable todos sus principios, todas sus verdades, todas sus creencias. Axiomáticas sentencias que fundan y fundamentan la existencia de esa misma Civilización. El “pueblo” conmemora la grandeza del Ideal, goza de la certeza ya que sufre ante el mundo como aparente, como eterno devenir, como fuga y transmutación, como derroche y error, como demora y finitud. La «impermanencia» de lo real horroriza, su incompletud angustia, inunda de oscuras e intolerables impresiones la conciencia del hombre. Es por ello que este busca soluciones que garanticen su existir, que la hagan la vida más “soportable”. La verdad es, en tal sentido, un artificio para la vida.

La “voluntad de creer” es aquello que trueca el instinto de dominio necesario para poder inventar (para poder dar a luz a nuevas realidades, nuevos sentidos, para la asunción del propio destino) en conformismo y estulticia social. Es la causa de la decadencia que Nietzsche apunta respecto de la cultura moderna.

Allende la comparación que se podría establecer entre épocas y culturas diversas, la idea de «decadencia» que utiliza el filósofo, es tanto más adecuada para elucidar un hecho preciso: en la medida en que la Civilización implica necesariamente la anulación de ese-hombre, y su persecución, toda cultura es, en algún punto, «decadencia», ya que tiende irremediablemente a conformar conglomerados de humanos, es decir, “masa”, “rebaños”, con la consecuente disminución y empobrecimiento de la singularidad y la cualidad irrepetible de cada cual, a favor, ciertamente, de este o aquel Ideal (ya sea estético, moral, ideológico, metafísico o religioso).    

La cultura es declinación, descenso, ya que tiende a borrar las diferencias entre los hombres reales. Y, a medida que esa Civilización avanza, progresa, aumenta su poder, asimismo, más coercitivos y poderosos se tornan los mecanismos a través de los cuales esas diferencias se anulan (esta es, por cierto, una de las verdades de la así llamada “Globalización”).  

El hombre ha de renunciar a su condición individual para integrarse a las formas simbólicas que la cultura ofrece a cambio del reconocimiento de su “ser”, de su “identidad”, y también por miedo, por el horror que causa el desamparo, la desolación, un vida desértica de ideales. Los discursos instituidos en los cuales se aliena, ocultan el veneno del Ideal. Constrictivo y ponzoñoso Amo que subrepticiamente corroe la vitalidad de ese-hombre y que lo lleva a “convertirse”, tomado este verbo en su acepción religiosa. Será “mártir”, “asceta”, etc., el individuo súbdito de la voluntad de poder del Otro, de su capricho, de su querer, de su verdad.

Por lo general, estamos dispuestos a aceptar como una evidencia el hecho de que la “paz” de la vida social, la “seguridad” de la Civilización, la “comodidad” del rebaño, etc., - en las cuales el hombre como animal doméstico, como animal manso y pusilánime se regodea -  ofrecen un amparo benévolo al individuo, es decir, le brindan una garantía de conservación, de bienestar, de felicidad. Esto, en algún punto es así. No obstante, es preciso puntualizar que ese supuesto “bienestar”, que brinda la posición de ubicarse como mascota del Otro, no es algo que se diga de a uno, no es cosa que beneficie al individuo real en cuanto tal, si no que, en cambio, por lo bajo, cual silente sierpe que agudiza tanto más el poder de su veneno cuanto que menos se oye su sigiloso arrastrarse, envuelve la semilla del padecer ulterior y de su propia condena:   

Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y la paz.”[7]

«Interiorización» del hombre, dice Nietzsche. “Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro…”.[8] Esta es la locura que promueve la fe ciega, la voluntad de creencia, la pasión del incondicional. Sin condiciones es el amor del esclavo por su Amo, del creyente por su Dios, del patriota por su Patria. Movimiento psicológico según el cual el individuo comienza a querer lo peor para sí mismo, donde querer-lo-peor-para-sí-mismo no significa sino querer lo que el Otro quiere que él quiera, introduciéndose así en un círculo donde las cosas jamás van a andar: laberinto sin salida…

Nietzsche define esta «interiorización» del hombre como un “siniestro y voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacer-sufrir…”[9], es decir, como un auto-tormento gozoso implicado profundamente en ese someterse-al-Otro consentidamente.

La verdad, en un principio, se presenta como verdad ajena. Dulce carnada en la que ese-hombre muerde, indefectiblemente, el anzuelo. Versión del Otro que conmueve, que moviliza, que toma entre sus redes al cuerpo, que le indica lo que está bien y lo que está mal, ya que él sabe cuál debe ser el camino a seguir: el mismo ya está escriturado, edificado, armado desde antes, desde siempre. Ese camino preexistente que se le impone con la violencia, el ímpetu y la furia de un huracán, lo alberga primigeniamente en los confines de la plena certidumbre, de lo Uno y de lo Mismo, de lo imposible de ser suplantado.

El hombre nace en un mundo donde múltiples signos, formas, emblemas culturales conforman y estructuran su experiencia, hasta en lo más nimio e insignificante. Nietzsche abole la ilusión del sujeto como agente autónomo que conoce puramente los hechos, las cosas, lo real. Empero, esta dura e implacable crítica no significa tan sólo que todo “objetivismo” sea impuro en su raíz por el hecho de que esté condicionado y determinado por lo pasional (lo “subjetivo”), sino que, tomando como referencia aquella circunstancia esencialmente simbólica del hombre, toda pretensión de capturar las “cosas en sí” resulta ser una empresa imposible.

Nietzsche no aboga, sin embargo, por un “subjetivismo” ingenuo. Profundizando más en esa incisiva y cáustica imprecación al sujeto epistémico, Nietzsche sostendrá la quimera que representa decir que “todo es subjetivo[10] ya que para él no existe tal “sujeto”, sino que se trata más bien de una ficción lingüística que lleva a considerar, erróneamente, que detrás de cada interpretación hay un “intérprete”, es decir, un ser inmutable, permanente, estable, igual-a-sí-mismo en cada instante, esencialmente a-histórico y atemporal.

El hombre real y el “mundo” son, en Nietzsche, puro «devenir», constante flujo, cambio, desigualdad. La idea (el ideal) de un conocimiento puro, de una percepción directa, no-mediatizada del evento, se basa en el desconocimiento de que el hombre y su realidad están totalmente trastocados, definidos y alienados por el lenguaje. Se apoya en la negación de que es este aquello que hace posible la comprensión de una cosa dada. Mas, esa “cosa” ya-es, desde siempre, lenguaje, símbolo, ficción, engaño. Pero no por ello menos “real”, “positiva”, “material”. El lenguaje es, ante todo, pura materialidad en tanto es con lo cual el hombre crea y construye su vida. Esto, así dicho, es completamente distinto de suponer que el lenguaje es una “herramienta”, un “instrumento” útil para la apropiación de los hechos, para la expresión de realidades ya dadas, ya-ahí. El lenguaje, antes de ser un mero y simple medio “referencial”, “descriptivo”, “representacional”, es una poderosísima arma de creación, es decir, pura y simple «retórica», metáfora e interpretación: ¿Res non verba? Para el hombre rige la inversa: a saber, Verba non res [Palabras, no hechos].


III

Siguiendo esta línea de pensamiento, puede aseverarse que, la exhaustiva logicización y simplificación propia del pensamiento occidental – principalmente en lo que hace a la construcción teorética y cientista –, remite a una voluntad de poder que pretende detener, cosificar, congelar un mundo que es caos, abismo y transformación[11]. Voluntad de paralizar, de inhibir que, de todos modos, no se impone al ser en su devenir (esto no es más que un espejismo) sino que se levanta por sobre otros discursos, afectando directamente, de ese modo, al cambio brutal, a la multiplicidad propia del lenguaje de la vida. Es decir, se produce un reduccionismo discursivo, una deslegitimación de otras miradas, de otras verdades cuya utilidad resulte baja con respecto a la conservación y al incremento del poder de ese discurso-amo, mientras que, por otro lado, se determina como válido y valioso un mundo racional y coherente (“verdadero”) el cual desvaloriza, asimismo, el mundo efectivo en su eterno acontecer. Retornaremos a esta «fetichización» de los términos explicativos, es decir, a esta su prevalencia por sobre lo explicado (el mundo real), en otras oportunidades.    

La retórica teorético-cientista en una hermética retórica, dura y rigurosa, cuyos engranajes argumentativos hacen intrincada la tarea de poner de relieve las múltiples fisuras que la afectan. No obstante, esto no quita que, en el fondo, no sea más que una lectura posible que ha se establecido por encima de otras. En parte, es este carácter de cuasi-perfección aquello que ha llevado a la calidad de un nuevo Dios a la Ciencia moderna: “Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros”.[12] Exceso ciego de confianza de la Civilización en sí misma que potencializa la capacidad de autodestrucción, de auto-mortificación de la especie.    

El discurso teorético-cientista occidental es una «analítica» implacable, que se globaliza (se expande) a la vez que profundiza más y más, inmiscuyéndose – a través de sus métodos clasificatorios, de sus instrumentos de captura, de sus técnicas de auscultación panópticas, de representabilidad (y reduccionismo) de los cuerpos, etc. – en la vida de los individuos, que lentamente pierden su singularidad, a medida que más se los “especifica”. Intensifica así el movimiento coercitivo propio de la Civilización por sobre ese-hombre, ya que lo torna más manejable, más manipulable, más cognoscible. Como indica Nietzsche: “…con ayuda de la eticidad de la costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable.”[13] Esta “calculabilidad” del hombre, en la actualidad, alcanza alturas sin precedentes. 
         
Los aparatos clasificatorios, estadísticos, etc., lejos de proliferar por doquier debido a la simple “utilidad” que presentan, deben su incremento y existencia, en verdad, al aumento de una voluntad de poder que los sostiene e impulsa. De hecho, concediéndole esta presunta “utilidad” que los caracterizaría, lícito nos es preguntar por el significado de tal “utilidad”. En este sentido, resulta bastante claro que son útiles para contener la diferencia, la pluralidad, la diversidad, es decir, para reducir a ese-hombre a no ser más que un símbolo ya instituido. Dicho de otro modo, son útiles para la imposición de una verdad general, para la especificación de un “tipo ideal” que, luego, se lo pretende “natural”, esto es, “normal” en tanto que “normativo”, es decir, hacia lo cual ese-hombre debe tender, debería aproximarse. Se cercena así lo fragmentario y discontinuo de cada cual es pos de una categorización que disuelva todo hálito de humanidad, de individualidad. La palabra “individuo” conlleva la trampa de la no-escisión, de la no-fragmentación, de la no ichspaltung. Pero el individuo a favor del cual Nietzsche alza su fría y contundente voz, es ese-hombre o, en otras palabras, el hombre real que es siempre una lucha consigo mismo, un desconocimiento de sí, una guerra y una paz, un conflicto perpetuo de múltiples perspectivas.     
           

IV

La evidencia de los hechos”. Pero detrás de esa supuesta evidencia se oculta una tabla de valores que enaltece selectivamente una serie de “datos” (es decir, que crea esos datos mismos) y que relega otros a la inexistencia, ya que se presentan como “imposibles lógicos” (es decir, “imposibles” de ser enredados por esa lógica). “La evidencia de los hechos” significa que esos “datos” son los verdaderos, los que coinciden con el mundo “tal como es”, pero esto, en tanto responden a una lógica particular que los ha forjado. En otras palabras,  dicha lógica a la cual se acomodan, no es la lógica de lo real – qué sería eso –, sino que es una lógica que el “sujeto” introduce previamente poder apreciar lo real. Pero no aprecia lo real, aprecia lo que su lógica ha construido como «lo real». Para Nietzsche no hay nada dado, nada previo, ningún sentido “evidente” en los hechos, en el mundo del devenir, ninguna “realidad” previa al hecho mismo de interpretarla, de simbolizarla, de atribuirle un sentido, una explicación, un “por qué”.

Por otro lado: ¿qué tipo de hombre es aquel que se aterra ante este sin-sentido de la tierra? Podríamos decir, no otro sino el hombre débil, cobarde, el de la voluntad impotente. Y esto, ya que es ese sin-sentido de la tierra lo que hace lícito, lo que «causa» la posible interpretación, la construcción de una verdad. El hombre es libre de imponer su palabra, su voz, su qué-decir.

El «vértigo» es el efecto del sin-sentido. La altura hacia la que semejante revelación conduce – no tanto porque “eleve”, sino porque «desfonda», de un martillazo, la escena y arroja al hombre a un escenario descarnado, en carne viva, árido, desolado -, «provoca», es decir, causa y seduce. El sin-sentido del mundo es, también, pues, el sin-sentido del hombre. En este sentido, la religión, las ideologías, los ideales, etc., “sensatizan”, esto es, rellenan los corazones de verdad, al estilo con el cual el hipnotista inmiscuye en el hipnotizado una palabra verdadera, es decir, como una mentira, como un engaño que no por tal deja de tener efecto de verdad, eficacia constructiva.

Pero el ser está vacío de recompensa, vacío de verdad, vacío de transcendencia. “Recompensa” llamamos a ese “más allá” prometido, en sus diversas variantes, que son todos modos de esa cosa que llamamos “amor”. El ser es sin-más-allá. Es por ello que Nietzsche impulsa una filosofía que haga del hombre, ese-hombre, es decir, un fin en sí, un asumir conscientemente el devenir de su destino que, a nuestro entender, es siempre un destino singular. Sin embargo, esta singularidad que nombramos tampoco es cosa que remita a esa cuestión tan de todos los días, a saber, el autismo posmoderno, el corte definitivo con el Otro. No. Alude, en cambio, a la autentificación de la relación con ese Otro, es decir, a la aceptación de la ausencia de “recompensa” por parte de él (terrible ilusión infantil que perdura indeleble en el espíritu del hombre) y, asimismo, a la aceptación de la ausencia de un modo de relacionarse pre-determinado, cuya negación arrastra a la sumisión a una escena conforme al libreto que ese Otro ha redactado. Es la localización de la cicatriz en el Otro (ese estigma de su intotalidad) aquello que permite el cuestionamiento de la sanción heredada, en la cual nos conformábamos con tal o cual papel.

Las interacciones humanas son esencialmente disarmónicas en tanto el sentido que garantizaría tal calidad de ligazón, en sentido estricto, no existe. Es por ello que, ese sentido, es siempre a construir, siempre a establecer. De esta manera, es preciso asumir que el sometimiento abnegado al sentido ya-ahí, conlleva siempre la posibilidad de morir ahogado en medio de ese mar de sensatez, es decir, comporta como posibilidad más certera el sufrimiento, en la medida en que este último es la voz que sustituye el verdadero decir de cada cual. Sufriente se hace lo singular cuando la relación instituida le impone costes cada vez más altos, cada vez más onerosos. Lo singular es, no obstante, imposible de ser acallado, de ser anulado. Siempre permanece allí, irreductible. Constreñido, sojuzgado, mas inmarcesible. Lo singular cuando deflagra, desacomoda. Es una erupción de lo inédito, de lo inaudito. Lo inaudito más que aquello jamás oído, representa lo que jamás se quiso escuchar. Es la manifestación de aquello que, debiendo permanecer desconocido, no obstante, se ha presentificado. Es lo «siniestro» [unheimlich] en sí.

La verdad del individuo (y el individuo mismo como verdad) es inmoral y antiestética, como lo fue (y lo sigue siendo), también, Friedrich W. Nietzsche. La verdad singular del hombre real es horror y perversión ante los ojos de la Belleza y del Bien epocales. Incomoda, molesta, pica, arde y, finalmente, duele. Lastima y da lástima: lástima de sí. Avergüenza a quien reconoce en ella una posibilidad propia siempre resistida, siempre postergada. Hay, desde nuestra mirada, una íntima conexión entre la resistencia a la voluntad de poder y el aplazamiento. También la hay entre la «interiorización» del hombre y la resignación.

Para Nietzsche, la memoria cede ante el orgullo. Por eso el “olvido” es también una decisión, un rechazo de otra posibilidad, un confinar al rincón de las ilusiones a aquello que más se quiere pero que inquieta, pero que aterra. Aspecto “conservador” de la voluntad de poder que busca retener las condiciones alcanzadas, pero que, al regir y dominar exclusivamente - es decir, sin esa dialéctica que introduce el crecimiento, el incremento ávido de la voluntad -, conlleva el peligro de la autodestrucción, de la aniquilación de sí.

La memoria falsea lo que alberga ante el orgullo que impone su prevalencia. El orgullo llena de cera el oído para no oír lo indecible, lo inaudible, lo inaudito. Pero esto último se burla de tal tontera y convoca al dolor. Este es la voz nueva de lo memorizado insoportable, de lo metido por debajo de la alfombra. El cuerpo es, ante todo, el espacio por excelencia de lo singular. No tanto el pensamiento, el espíritu, el alma, el psiquismo, el yo, la conciencia, la razón, etc. Cuando las rocas – los muros del Otro y su verdad – lo sostienen, lo dominan, lo contienen, el cuerpo es algo calmo, completo, sosegado. Pero cuando hablamos de «vértigo» hablamos del cuerpo como coseidad sin-sentido, punto de afección y expresividad: «carne». Allí, en el cuerpo como cuestión abierta, como asunto inquietante, lo singular habla el dialecto del sufrir. El orgullo racionaliza secundariamente. Pero toda explicación “yoica” es “invención” [erfindung] y nunca “origen” [ursprung]. Por eso la noción de “causa” tradicionalmente aceptada vale, para Nietzsche, tan poquita cosa. La causa real nunca es aprehensible por el orgullo ya que la misma implica su abolición. El orgullo establece como “causa”, como “origen”, aquello que contemple su primacía. Es decir, que haga del dolor que lo aqueja una “ilusión”, algo “sensato”, “comprensible”, no-real.


V

La coseidad mundana es lo imposible de ser cognoscible, es lo radicalmente inapreciable. “La cosa en sí es absurda” – dice Nietzsche. La literalidad de la expresión, nos permite tomarla, no como una pura y simple crítica al concepto filosófico, sino como una afirmación que sostiene el carácter paradojal, fuera-de-sentido de Das ding. La nostalgia del sujeto epistémico (el sujeto epistémico mismo como nostalgia) conduce a la reconstrucción de esa cosa imposible en la “cosa” como cognoscible. Pero ésta, en tanto sustitución de aquella otra, es un artificio, una ficción. El objeto del conocimiento es una simplificación, un reduccionismo de lo múltiple e inestable del ser, inventado, forjado a través de un proceso de proyección de ciertas características que hacen a su coseidad [dingheit]. Es una simplificación respecto de la cual se suele olvidar, muy a menudo, que lo es (lo que equivale a una «fetichización» de la construcción explicativa). La cosa, en tanto sustituto, es una unidad ficcional que estabiliza una pluralidad de «relaciones», «propiedades» y «actividades» ya que permite así la inteligibilidad, la comprensión y definición de un mundo que es caos y variación, un permanente escurrirse.

Puede destacarse en Nietzsche, no sólo la estrecha relación que existe, a su entender, entre “verdad” y “error”, entre “verdad” y “ficción”, sino también aquella otra – que se deriva de esta, en cierta manera - según la cual el “conocimiento” no difiere de la “ignorancia”. Ignorancia como ignorancia del ser, es decir, del sin-sentido de la tierra. Nietzsche sostiene inamovible una oposición irrebatible: la tajante antinomia entre conocimiento y devenir. El conocimiento, al estabilizar lo inestable, al regular y esquematizar acorde a ciertos supuestos lógicos lo real, coincide con la exclusión de ese mundo. Consecuentemente se fetichiza y se toma como valioso-en-sí el conjunto de fórmulas explicativas que condensan lo múltiple – pero lo múltiple aparece como “irreal”, se lo desvaloriza.

La develación del sin-sentido de la existencia, es decir, la certeza respecto de lo quimérico de la verdad imperante, lleva al hombre en su cobardía a un «nihilismo», a una decepción con relación al valor de la vida, como si en ese momento mismo de cuestionamiento y de crisis, no se enunciara, asimismo, la posibilidad de crear nuevos valores, una nueva verdad (el hombre ante la muerte del Dios tradicional se hace “ateo”, en lugar de erigir Nuevos Dioses; ante el cuestionamiento de la Razón alaba lo “irracional”, en lugar de subvertir tal polaridad, etc.. En suma, queda enganchado y nostálgico respecto de aquello que perdió, en lugar de hacerse la pregunta por aquello que puede conquistar…).

El orgullo toma como verdadero aquello que no lo hiera. Crea al (y cree en el) mundo a su imagen y semejanza (un mundo sin dolor, sin muerte). El “yo” como gran dispensador de sentido, como ingente respuesta al por qué de la existencia, se entrega vanidoso como finalidad y como término del mundo. Inexistente y absurdo es todo aquello que suponga una objeción, una interpelación a su vanidad. Niega el sentido donde no puede ya discernirlo. Niega sentir, también, lo incomprensible, es decir, el «vértigo», el desplacer que le provoca lo amorfo, lo incoherente, lo desgarrado. Permanece así ignorado el ser como transmutación, y aquello a través de lo cual, el hombre, participa en el ser, a saber, el «cuerpo» (como lo perecedero, como finitud). El cuerpo es ese «sí-mismo» [Selbst] como real en el cual ese-hombre se singulariza en cuanto tal. Es a cuyo través en donde se abre una posibilidad distinta de “conocimiento” del ser. Como punto de afección, envuelve una aprehensión radicalmente distinta de la apreciación yoica del mundo. Esta última no es más que un instrumento al servicio del cuerpo entendido como «voluntad de poder» (como ascensión y aumento de fuerzas, o bien, como conservación, es decir, disminución y aniquilación, como búsqueda del propio ocaso).

Nietzsche indica la importancia de tomar al «cuerpo» como “guía”, como “brújula” para acceder a una concepción tanto menos débil del ser en su devenir. En tal sentido, el afecto, el «vértigo», la angustia, etc., se presentan como expresiones privilegiadas en donde ubicar, en donde situar ciertas coordenadas que permitan ceñir algo en relación a esa “aprehensión” de lo real.

El conocimiento racional, yoico, intelectualista está condicionado por el «Selbst», es este quien lo domina, quien lo sostiene, quien lo empuja a intentar capturar el devenir. En virtud de la evaluación vitalista a la cual puede someterse a toda construcción teórica o concepción racional, es pasible, asimismo, de ser «enjuiciado» el «Selbst», la voluntad, el querer que dirige, desde el fondo, dicha elucubración. Será, de este modo, “fuerte” o “débil”, según asienta o rechace, respectivamente, en su mirar al ser en su multiformidad, en su configuración caótica irreductible. En la exaltación de lo inamovible, de lo lógico, de lo exacto, de lo preciso, de lo inmutable, de lo sempiterno, de lo imperecedero, de lo coherente, de lo racional, de lo idéntico, de lo estable, etc., etc., que una doctrina, ciencia, teoría, disciplina, religión, etc., pudiera llegar a realizar, Nietzsche observará la expresión de un odio contra la vida, el cual puede leerse, a su tiempo, como la revelación enfermiza de una envidia inconfesada propia de aquellos afectados por el gran cansancio existencial, por una pesada fatiga vital. Se denuncia aquí la impotencia de un «sí-mismo» que ya no puede querer, crear, erigir por sobre su estado actual formas mejores, en suma, «superarse». El desprecio por el cuerpo, por el deseo, por lo pasional, por lo contingente, lo caprichoso, lo arbitrario, etc., da cuenta de un rechazo nauseabundo por el ser, por lo insoportable que puede resultar lo real. Rechazo del orgullo del hombre hacia todo aquello que implique el sufrimiento.

La voluntad de poder como insatisfacción, como incomodidad, como aquello que empuja a la acción, es cosa respecto de la cual poco se quiere saber. La voluntad de poder introduce la imperfección, la contradicción, el cambio, la ilusión, la mentira. Inmiscuye, en una palabra, lo «incierto» (porque es una flecha lanzada al «futuro» y este, en su vertiente más real y desengañada, es absolutamente falto de garantías).

Inclusive, también a nivel conceptual - teorético - es una cuestión que puede llegar a generar muchas resistencias, ya que resulta complejo ponderar su alcance, arduo definir sus límites y, en buena hora, no siempre lo que insinúa quiere ser contemplado por todos los que lo miran. Es por ello que, muchas veces, se trata de “contener” – es decir, de amordazar - al concepto mismo para que no pueda entonces desplegarse en toda su potencia subvertidora, cuestionadora, transmutadora del orden dado. Así, la salida más fácil, y también la más observada, es aquella a través de la cual se suele arrimar al concepto a un espectro semántico político-ideológico totalmente imprecado hoy en día – más allá de cual sea esa ideología en particular (lo cual es siempre relativo, a su vez, al punto de vista desde el cual se mantiene la resistencia). Lo que se busca con este encaje forzado o “metonímico” (en el sentido en que “se toma la parte por el todo”) a cierto Ideal es, ciertamente, tornar al concepto infecundo, es decir, encerrarlo en una infructuosa inercia totalmente opuesta a la intención del filósofo que lo ha concebido (más adelante situaremos algunas consideraciones más respecto de esto, sobre todo en lo que hace a la relación entre Nietzsche y el “nazismo”).

La voluntad de poder es siempre un querer-más, por lo que jamás puede pensarse como un “estado”, sino como un perpetuo «devenir», una continua y sedienta transformación. Es el hombre improductivo, tibio, débil, cristiano aquel que se horroriza ante lo impermanente del ser. Por su lado, el vocablo “ser” introduce la ilusión misma de estabilidad que Nietzsche, a todas voces, condena. Pero del “ser” del que estamos hablando, no “es” sino que deviene, no está acabado ni tampoco es perfecto, contrasta notablemente con cualquier tipo de completud y se aproxima más bien a lo desgarrado. Puede decirse que es a-ser, cojo y errátil, disgregado y cambiante y, ante todo, siempre a ser realizado.

Este final abierto del ser, su intotalidad y, más precisamente, su asentimiento, es aquello que hace lícito el crear. En cambio, la impotencia de la voluntad de crear invierte a ésta en voluntad de verdad, voluntad de creencia en lo ya instituido. Aceptación pasiva de la narración admitida - aceptada como calco, como representación exacta de lo real.

Para Nietzsche, difiere en alta medida aquella representación-verdad que contempla en su trama la inexactitud, la arbitrariedad, la imprecisión, el «quizá…», la impropiedad designativa del lenguaje, en suma, su propio carácter artificial e imaginario, de aquella otra cuyos principios fundamentales, cuya axiomática, está basada en una concepción metafísico-dogmática del ser, es decir, que se fetichiza a sí misma como cabal reproducción de lo real, que cree incondicionalmente en las categorías que le ha adjudicado al ser como si este fuera “en sí” de ese modo. Se supedita el devenir al ser. Y aquí debemos acercarnos, necesariamente, a una afirmación nietzscheana bastante fuerte. Nos referimos a aquella según la cual “imprimir al devenir la condición (o el carácter) del ser, supone (o es) la más alta (la máxima o la suprema) voluntad de poder”. Tal aseveración, a nuestro juicio, debe ser leída tomando como contrapunto pertinente esta disimilitud radical entre aquellas elucubraciones que asienten la multiplicidad de la vida (y que crean un mundo verdadero que coincide con un «Selbst» que quiere más y más por encima de sí) y aquellas otras las cuales representan el producto degenerado y decadente de un «Selbst» que reniega de sí, que ansía más que nada su propio crepúsculo.        
                          

VI

Nietzsche piensa – y con toda razón, por cierto - que el lenguaje humano, como condición sine qua non de interpretación de lo real, no establece más que un tipo de verdad, en un mundo infinito de miradas posibles de seres que devienen junto al hombre en el ser. En este sentido, la verdad no es más que una garantía que posee la fuerza de la voluntad para acrecentarse, para expresarse. De hecho, puede concebirse como una declaración de esa fuerza de lo vivo. Existen verdades, no la verdad. El lenguaje asienta un tipo específico y relativo de verdad, la cual es, justamente, la correspondiente a la perspectiva del hombre.

El hombre mediocre no soporta ser un Dios, un creador, un dictador que imponga formas, un señor que establezca e instituya el sentido de los hechos, es decir, que instaure esos hechos mismos en cuanto tales. Es como consecuencia de esto que se le presenta como insoportable que delega tal poder a quienes sienten la fuerza, la libertad y el deber de hacerlo. La libertad del hombre superior, del hombre excelente, fuerte, es libertad que obliga. Su voluntad de poder es más fuerte y poderosa que su ego, lo rebalsa, lo avasalla de tal manera que lo empuja a transformar lo dado, él no es más que un simple médium a través del cual se exterioriza el flujo creciente de la fuerza de la vida.   

Las masas aparecen, por lo general, como aglomerados de individuos incapaces de autodeterminación, ineptos que veneran al Dios de turno y que se postran ante cualquier estatua con tal de no asumirse en su condición más íntima, a saber, «libres». Es en ellas en donde circula una voluntad de poder débil, bruta, torpe, demasiado humana, demasiado lábil para crear, demasiado tenue como para imponer sus propios signos e imponerse.

En este intersticio del texto podemos ubicar una consideración. Resulta en esta época harto conocida aquella expresión nietzscheana según la cual “el cristianismo es un platonismo para el pueblo”. Quizá algo similar pueda indicarse respecto de ese fenómeno histórico tan delicado como lo fue, y lo sigue siendo, el “nazismo”. En este sentido, nos parece bastante acertada esa fórmula que indica que tal movimiento político-ideológico puede entenderse como un verdadero “nietzscheanismo para la masa”, o bien, un “nietzscheanismo popular” - según las palabras de Paul Ricoeur. De todos modos, no va de suyo tal apreciación y, allende, los motivos que gestaron la interpretación de aquel que, en su momento, la dijera, nos resulta preciso indicar nuestras razones. Siguiendo esta dirección, vamos a decir que la lectura dogmática, literal, sugestiva y, sobre todas las cosas, ideológica de la obra de Nietzsche, puede inspirar rápidamente – lo ha hecho y lo sigue haciendo - un profundo sentimiento misantrópico y brutal que, hoy en día, de ningún modo podemos aceptar como válido. Y esto, no porque nos opongamos “moral” o “ideológicamente” al nacional-socialismo, sino porque ética y políticamente, nuestra posición es la siguiente: cualquier lectura “religiosa”, ideológica, es decir, que se dirija a un discurso - cualquiera que fuera – para encontrar allí la expresión última del sentido del mundo, su elaboración más acabada, o bien, cualquier interpretación que tome “la parte por el todo” (o el “todo” como “Todo” sin respetar la irreductibilidad de la “parte”) para poder desde allí legitimar ya sea su ideología, ya sea su odio, ya sea su fe, es cosa que hace a la constitución de una «masa», de un «rebaño», es decir, es cosa que va decididamente en contra del hombre como ese-hombre. Y, según la línea de exposición que estamos tratando humildemente de construir, esto contradice violentamente el espíritu de Nietzsche, es decir, del «poeta de lo discontinuo» - subrayando, claro está, lo de «poeta».  

Por otro lado, esto que indicamos respecto de cómo se lee a Nietzsche, vale tanto para leer “en contra” así como “a favor” del filósofo. Los intereses primordiales de quien enuncia un juicio respecto de un autor, siempre comandan las vicisitudes, el destino, los avatares de tal juicio. En tal sentido, la lectura “progresista”, de “izquierda”, etc., no suele hacerle mayor justicia al autor en la medida en que suele utilizar el mismo procedimiento descuartizador y envía al infierno el pedazo que menos bien parado lo deja ante la mirada juiciosa de la contemporaneidad. Cualquier ideología previa, apriorística, prejuiciosa, etc., es algo que, se lo quiera admitir o no, anula el «decir» singular, tanto del escritor así como del lector-interprete mismo.

Desde nuestra óptica, cuando Nietzsche condena a la piedad, a la compasión, etc., hace referencia - si contextualizamos tales críticas en el marco de su filosofía – a la implicancia identificadora (es decir, edificadora de masa y denegadora de la singularidad) que tales sentimientos conllevan. La compasión y la piedad son condenables en el punto en el que duplican el sufrimiento, trazan una continuidad entre lo mismo y lo otro denegando la escansión, y no únicamente ello sino que, conjuntamente, son ardides efectivos - escondites, atajos - que el hombre en su mediocridad utiliza para no tomar su propia vida como un verdadero fin. Esto no quita, sin embargo, que alguien pueda genuinamente ayudar al otro, compadecerse de él, etc. Pero siempre y cuando, se entiende, tal acción esté basada en su querer más real y no en la imposición, en la prescripción coactiva de este o de aquel Ideal.

Altruismo y egoísmo no son, pues, cuestiones opuestas si se toma como referente válido el concepto de «voluntad de poder», ya que ambos no son más que un medio a través del cual se potencia el querer a sí mismo en su devenir.

Cualquier acción humana en la que se homogeniza a distintos hombres bajo la expresión “hacen lo mismo” niega, necesariamente, la diferencia real entre cada uno de ellos (el camino recorrido que desembocó en tal acción). Es el Ideal aquello que lleva a realizar ciertos actos en los cuales se repite, se reproduce lo dado. Mas no deja siempre de estar presente allí la posibilidad de una «variación». Es ésta la que singulariza: implica el rodeo por la pregunta por el qué querer. Hay un hacer que, más allá de lo aparente, no es repetición. En consecuencia, ese-hombre es la antítesis del hombre autómata, máquina, irreflexivo. Cuando se asume tal, se presentifica como «excepción». El hombre no sólo es una «excepción» como especie sino también lo es como individuo real. «Excepción», empero, no remite aquí meramente a “superior” ni mucho menos a “anormal” (en todo caso habría que puntualizar qué quieren decir tales vocablos), sino más bien a «diferencia», es decir, a «singularidad».

Cuando una singularidad emerge en un Universo dado, la misma se manifiesta como aniquilación, como impiedad con respecto a los parámetros de sentido – morales, ideológicos, estéticos, etc. – de ese Universo previo. Despiadado, bestial, inhumano es el acto del creador, ya que en su acontecer mismo desfonda las certezas conceptuales, semánticas en las cuales el discurso instituido se apoyaba: lo singular aparece, en un primer momento, como lo innombrable, lo sin-rostro. Es por ello que aterroriza, que infunde el miedo, se lo rechaza, se lo resiste. Se lo adjetiva con lo que se tiene a mano, en un momento en el cual el Universo dado está tomado por el terror. Mientras tanto, lo singular permanece a la espera de que se lo bautice dignamente, de que se lo sancione, se lo nomine en cuanto tal. La asunción de lo singular, la aceptación del neologismo acaecido, es aquel paso sin el cual no es posible el desarrollo, el incremento vital del conjunto previo establecido.

Para Nietzsche, una cultura se muestra tanto más decadente cuanto que menos se presentan en ella variaciones, irregularidades, discordancias, excepciones. Será, así, “inmoral” o “malo” si se lo observa en relación al Bien y el Mal, “incorrecto” desde la perspectiva ideológica, “desagradable” desde el punto de vista estético, etc., aquello inaudito suspendido a la espera de un sentido - en el contexto de una totalidad ya legitimada. Mas, una vez asumido, los cánones diversos de una cultura dada se expanden, se acrecienta el criterio de “verdad”, lo cual es signo indubitable de un aumento correlativo de la fuerza, de la vitalidad de esa misma cultura.


VII

“…toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación…”[14] Tomemos el vocablo “idéntica”. ¿Qué es lo “idéntico”? La connotación semántica ineludible que el término presenta remite al vocablo “identidad”. De hecho, esta última, está definida como la “cualidad de idéntico” de una cosa dada, y lo “idéntico”, a su vez, alude a la mismidad de una cosa con otra. Lo otro se “identifica” con lo mismo. Es decir, se anula la diferencia, se suprime lo desigual. El concepto, el tipo, la clase destruye la singularidad, lo irrepetible, lo induplicable.

El “ser”, la “identidad” que el Otro ofrenda al hombre es, es sentido estricto, una identificación a aquello que ese Otro propone como aceptable, admitido, estimado, elevado, y aún, posible de ser. Insignias que sostienen la propia ontología, la propia realidad. Más allá de ese Otro la Nada, porque ese Otro es Todo. En ese marco lo singular aparece como lo imposible, la diferencia como lo patológico.    

Hiere cruel y ásperamente saber que el hombre es sin-identidad, que está vacío-de-ser. Pero, de todos modos, resulta decididamente imprescindible puntualizar sobre la violencia que la identidad implica. Violencia que aparece denegada cuando se enuncia seca y acríticamente que la identidad es un “bien en sí”, que hay que preservar, que hay que conseguir, que hay que promover, etc. No va de suyo la benevolencia de la identidad, por cierto. Inclusive, desde esta visión en donde lo idéntico compete a la identificación con lo ya constituido, se insinúa sino todo lo contrario al menos sí una cierta interpelación de tal obviedad.

Por nuestra parte, consideramos que Nietzsche se sitúa en las antípodas de este tipo de conceptualización del hombre basada en la noción de “identidad” ya que Nietzsche no es idealista. Y no lo es en la medida en que el idealismo sostiene que lo que acontece - la historia, podríamos decir - no es más que la mera reproducción del Espíritu, estando este ya constituido de antemano. Esto implica que no hay posibilidad alguna de creación, de variación, de novedad. El sistema está ya cerrado y no hay nada que se pueda hacer al respecto. En cambio, con relación a Nietzsche, no sólo no podemos hablar de un “sistema cerrado” sino que ni siquiera podemos hablar realmente de un “sistema” de pensamiento.       

En este punto podríamos preguntarnos: ¿Qué buscamos conocer cuando investigamos o teorizamos sobre el Hombre, cuando reflexionamos sobre él, cuando nos llenamos la boca con sentencias que lo encierran en un símbolo prefabricado, con fórmulas y conceptos que lo enclaustran y lo silencian en cuanto tal, cuando lo explicamos a través de un arquetipo, de una clase, de un género, de una verdad previa, etc., etc.? El sujeto epistémico en la medida en que identifica, es decir, en la medida en que avanza, captura y retrotrae a lo memorizado rechazando lo desigual, no “conoce” pura y simplemente, sino que más bien re-conoce, es decir que, en sentido estricto, des-conoce, no hace lugar a la novedad (y al ser mismo como pura novedad).  

¿Es la novedad algo anticipable? Pues nosotros consideramos que no. Es anticipable a un nivel tanto más general, como “novedad”: podemos decir de ella “será algo distinto”. Pero respecto de su configuración real no podemos decir nada – del devenir sólo puede decirse que deviene pero no cómo devendrá, salvo a posteriori. No obstante, esta afirmación que recién indicábamos (“será algo distinto”) no es de ningún modo poca cosa, algo de poco valor y de bajo alcance. Es, por el contrario, una verdadera apertura, esto es, un verdadero «desprendimiento». Nosotros consideramos que para que la novedad pueda emerger, entrar en la escena, previamente, primordialmente, habrá que darle la posibilidad a ese-hombre que yace frente a nosotros - en la condición que fuere - de que nos pueda sorprender. Es decir, habrá que brindarle la posibilidad de que llegue a ser una «excepción». Apostar a que allí pueda producirse una variación, una diferencia. Y esto, a nuestro entender, no significa otra cosa más que sostener una «conjetura». Una conjetura es también una esperanza, una ilusión, una apuesta, una confianza.

Es evidente que no podemos anticipar los neologismos en su especialidad que se podrán producir - o no -, aquellas figuras retóricas que darán lugar a una nueva cuestión, a un nuevo sentido, etc., en el camino único de ese-hombre. Empero, lo que sí podemos indicar es que para que ello se produzca, para que la variación se presentifique, el individuo deberá apartarse, desviarse - aunque más no sea una mera yarda -, del camino general, del libreto consensuado, del lenguaje coagulado que ha impuesto sus formas, sus sentidos, etc., para tratar de instituir, de establecer así su propia «retórica». La retórica, tal como nosotros la entendemos aquí, aparece como crítica de la identidad, porque la retórica es aquello a través de lo cual el hombre se singulariza, es decir, es aquello a cuyo través despliega su propia voz otrora anudada a los signos apremiantes del Logos [λóγος] instaurado.     

Si partimos del supuesto fundamental de que la vida del hombre es literatura, es decir, símbolo, ficción, novela, palabras y no hechos, o como diría Nietzsche, un profundo y cambiante mar de múltiples interpretaciones, entonces cuando el hombre hace, en realidad, escribe, imprime su qué-decir en las hojas del libro abierto del devenir. Esto justifica la utilización del término «retórica» para definir la puesta en acto de la potencia subjetiva.

Puede decirse sin rayar en la exageración que el mundo del hombre no es sin retórica. ¿Qué es si no entonces aquello que hace que un discurso dado se apodere de una época, de una cultura, de una civilización, etc., en suma, qué es aquello que hace que tal Logos se erija por encima de otros discursos? ¿Acaso la contrastación objetiva de ese enunciado con lo real, movimiento el cual estaría asumido a su tiempo como el “descubrimiento de la verdad” y como la única vía de determinación de lo verdadero? Pero antes de ello, ciertamente, deberíamos compartir la opinión de que lo verdadero existe, es decir, de que existe más allá del lenguaje una realidad pasible de ser abordada objetivamente y cuya presencia misma garantizaría el ser-verdad de una cosa dada.   

Mas para Nietzsche no hay una identidad poslinguística de la realidad, un “en sí” que le de a tal o cual enunciado la garantía de la verdad. Es decir, no ha de haber un supra-referente al cual apelar para asentar de ese modo cuál Logos es verdadero y cuál Logos no lo es. Aquella naturalidad pretendidamente poslingüística de la realidad, aquel supuesto “más allá” de la palabra, es, para el filósofo, una ilusión fundamental producto de un olvido:    

“¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”.[15]

Es en la medida en que nuestra vida de todos los días nos exige como premisa existencial que nos olvidemos de ese carácter fantasmático de la verdad que proyectamos consecuentemente, en el horizonte de las palabras, la existencia de un Amo que las autorice, de un “en sí” que sea quien les de su razón de ser, como si el lenguaje no fuera más que un medio instrumental de reflexividad de “lo que es”. Empero, como Nietzsche mismo lo sostiene, esas palabras, esos juguetes plenamente incontrolables que muchas veces disparan verdades y producen efectos a expensas de quien se pretende su dueño, buscan hacer-entrar una Doxa [δόξα] y no una Episteme [εξπΙσζημη].[16] Esto quiere decir que, para Nietzsche, no existe una naturaleza posretórica del lenguaje.[17]     

El lenguaje es retórica y poética, es decir, remite a la dimensión de la verdad y de la creación. Aún más: remite a la creación misma de la verdad, ya que ésta, en rigor, no se descubre sino que se produce, es el “resultado de artes puramente retóricas”.[18] Es el lenguaje aquello que introduce la verdad en lo real, mas no aquello que la verdad revela. Lo real es siempre designado impropiamente por el lenguaje, de lo cual se sigue que la así llamada “función referencial” de este último no existe respecto de aquel. Las palabras no alcanzan a lo real en su caótico devenir, sino que designan solamente a los objetos (estables) de la realidad, es decir, a otras palabras.

El conocimiento de los objetos no es, desde esta mirada, otra cosa más que eso: la alusión, la remisión, la referencia de las palabras a las palabras. Lo cual es algo que, como ya fue indicado más arriba, excluye como contrapartida necesaria la aprehensión del devenir. ¿Por qué? Por el simple hecho de que esta última involucra al cuerpo, no la presencia y la utilidad de una palabra, de un símbolo, de un signo cultural, etc., para designar novedosamente a otro símbolo, a otra palabra, a otro signo cultural, etc., sino, opuestamente, la ausencia, la caída de la palabra, es decir, su imposibilidad para definir lo real. 
      
El letargo de voluntad y la confusión entre lo particular y lo singular conllevan conjuntamente a ese espacio compartido que es la masa. A ese nivel, la retórica aparece al servicio del incremento enfermizo del sensus commune, de la alienación al sentido. Es aquí en donde impera la inercia de los usos admitidos, en donde todo es atraído gravemente por esa fuerza centralizadora de los signos, deshacedora de su carácter esencialmente diacrítico [διακριτικς]. La retórica aparece degradada, inclusive conceptualmente hablando, ya que se la significa como un mero artilugio discursivo para convencer al otro, para gozarlo, etc. Estamos en un nivel en el cual el lenguaje está vaciado de poesía, es decir, de toda potencia creadora.       
 Luis Langelotti, Buenos Aires, 14-02-2009. 



BORRADOR

Abrir los ojos ante la discontinuidad, la ruptura, el desensamble de lo aparentemente homogéneo, hacer lugar a la crítica hacia lo puro, hacia lo ininterrumpido, hacia lo progresivo, hacia lo evolutivo, cuestionar fríamente y con ojo avizor lo familiar, lo dado, lo obvio, lo natural, lo sensato, lo admitido. Este es el sentido que, para nosotros, debe tener ese ejercicio cruel que llamamos «pensar», y decimos “cruel” porque es «libre», porque no está amarrado absolutamente a lo Bello epocal – aun cuando parta de él para poder afirmarse.
Esto que indicamos, vale aclararlo, no implica, de ningún modo, que nos convirtamos en intelectuales disfrazados de inspectores policiales, en “maestros de la sospecha” que, al haber erigido en Dios y guía a un ser agudísimo en su mirar, se dirigen desconfiados cual inquisidores a cazar brujas y a descubrir fantasmas enclaustrados en las catacumbas de quienes son nuestros contemporáneos. No conlleva en absoluto un llamado a que nos transformemos en nuevos Jueces que, desde un nuevo Ideal, ponderen la valencia de cuanto los rodea, según se adapte o no a dicho Ideal.                        
Para quienes han visto en muchas de sus más intimas “verdades” y “convicciones” el recelo impúdico, obsceno del propio orgullo, para quienes han vislumbrado lo errátil, contradictorio y discordante que este puede llegar a ser cuando el principio rector de su existencia es exactamente lo opuesto - es decir, la búsqueda de la realización armónica, íntegra y total de todas nuestras tendencias, de las múltiples formas de nuestro querer, de todas nuestras pasiones, todos nuestros «triebs», de nuestro vertiginoso cuerpo deseante y pulsional -, para ellos, Nietzsche es como un halcón vigía, un lejano pájaro espectral que los escolta en el desierto… y ese desierto no es, ciertamente, otro que el desierto del querer; qué más, digámoslo abiertamente: de nuestro querer, es decir, de aquello que nos hace «únicos».
           

       
                       











                                                            
               
     

      
         
  

       

                 


[1] Nietzsche parodiando a los filósofos en el Crepúsculo de los ídolos (El subrayado nos pertenece).
[2] Al estilo con el cual Nietzsche principia su Genealogie: “Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros…”.  
[3] Ver sus Fragmentos Póstumos dedicados a la relación entre “Lenguaje y conocimiento”.
[4] Op. cit.  
[5] Lo dice en su Zarathustra (“De las mujeres viejas y jóvenes”).  
[6] Op. cit.
[7] Ver la citada Genealogie, el Tratado segundo, acápite XVI.
[8] Op. cit.
[9] Op. cit., acápite XVIII.
[10] Ver sus Fragmentos Póstumos citados anteriormente.
[11] Ya que hablamos de “logicización”, son interesantes, en este punto, las palabras de Nietzsche con respecto a la relación entre lógica y verdad: “…la lógica sería un imperativo, no para el conocimiento de lo verdadero, sino para sentar y disponer un mundo que nosotros debemos llamar verdadero.Op. cit.
[12] Ver la Genealogie, Tratado tercero, acápite IX.
[13] Op. cit., Tratado segundo, acápite II.  
[14] Ver el escrito del filósofo titulado: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
[15] Op. cit.
[16] Escritos sobre retórica, Trotta, Madrid, 2000, pp. 91 y 92.
[17] Tan pretendida por el cientificismo actual., vale agregar.
[18] Expresión utilizada por Nietzsche para referirse al origen del lenguaje y que nosotros consideramos pertinente para referirnos al origen de la verdad. Op. Cit., p. 91.    

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