“Si conservan esta
estructura inicial, se librarán de entregarse a tal o cual aspecto parcial
de eso que está en
cuestión en lo que se refiere al inconsciente como por ejemplo el
sujeto, en tanto que
alienado en su historia, al nivel en el que la síncopa del discurso se
une con su deseo.
Verán que, más radicalmente, es en la dimensión de una sincronía
donde deben situar
al inconsciente -al nivel de un ser, pero en tanto que puede referirse
a todo, es decir,
al nivel del sujeto de la enunciación, en tanto que, según las frases, según
los modos, se
pierde en la medida que se encuentra, y en tanto que, en una interjección,
en un imperativo,
en una invocación, hasta en un fallo, siempre es él quien les plantea su
enigma, y quien
habla -en resumen, al nivel donde todo lo que se abre en el inconsciente,
se difunde, como
el micelio, como dijo Freud a propósito del sueño, alrededor de un punto
central. Se trata siempre del
sujeto en tanto que indeterminado.”
Lacan, Seminario 11.
Finalmente, la ciencia termina
llegando a postulados que se solidarizan con nuestra experiencia. Veamos, por
ejemplo, la cuestión de la contingencia
desde el punto de vista de la física cuántica:
“Al adentrarnos en el mundo
cuántico, debemos abandonar muchos de nuestros prejuicios filosóficos. Por
ejemplo, dado que no es posible saber simultáneamente con precisión arbitraria
dónde se halla un electrón y su velocidad dentro de un átomo, resulta imposible
seguir su trayectoria. La idea de que un electrón da vueltas alrededor de un
núcleo es un prejuicio clásico, falso e inútil. Sólo no es posible decir con
qué probabilidad el electrón puede ser encontrado en un lugar determinado.
Según la mecánica cuántica, hablar de lo que hace un electrón dentro de un
átomo en todo momento no tiene sentido sencillamente porque no se puede medir. (…) La mecánica cuántica nos instruye a
incluir en nuestros cálculos procesos que aparentemente no pueden suceder
simultáneamente. (…) Todo es posible y debe ser considerado. La mecánica
cuántica implementa la idea de contingencia a un nivel sorprendente.”[1]
Para el psicoanálisis, el
sujeto tampoco es una sustancia ontológica pasible de ser cuantificada. Nuestro
supuesto sujeto, efecto del lenguaje,
remite a una función o postulado que se deriva de la experiencia de la libre
asociación palabrera o discursiva, en tanto la escisión o hendidura va
emergiendo cuanto que más se anoticia el yo
de la indeterminación a la que lo arroja el significante (frente a lo cual el
hombre echa mano a un cierto objeto también él mismo insustancial –que no
incorpóreo– de modo que tal que con él pueda separarse de tal alienación
primaria. Vale decir: haciéndose él mismo ese objeto trozado).
Desde otro campo, a saber, la
filosofía, también encontramos aportaciones de relevancia para seguir pensando
nuestra clínica, nuestro campo, nuestro discurso, nuestra praxis. Nos referimos
al pensamiento de Emmanuel Levinas, autor poco trabajado por el pensamiento
psicoanalítico, al menos hasta donde nos consta. Este pensador se vale de la
novela de Daniel Defoe Robinson Crusoe, publicada por primera en 1719, para
articular algunas de sus ideas:
“Llegamos al punto en que la
peripecia de Robinson adquiere toda la relevancia en cuanto al pensamiento de
Emmanuel Levinas. Salido de su encierro en sí mismo, enfrentado al otro, un
otro que es palmariamente distinto –alto, robusto, de piel cetrina, hablante de
una lengua desconocida–. Robinson tiene básicamente dos opciones. Puede admitir
la extraña alteridad de su compañero respecto a sí mismo, la abismal distancia
y exterioridad que le separan de él, y respetar esa distancia, al Otro en tanto
que Otro. O bien puede prescindir del abismo existencial que media entre ellos
y dominar y reducir a ese otro, someterlo a su voluntad, colonizarlo desde el
punto de vista del conocimiento. Robinson hace lo segundo. No pregunta por el
nombre de aquel hombre: cuando se cansa de referirse a él con la genérica
denominación de «salvaje», le llama Viernes porque ese es el día en que le
parece que le ha salvado, y le enseña a llamarle a él «amo». Le viste y lo toma
como sirviente, crea de inmediato una relación vertical, de amo y esclavo, en
ningún momento se preocupa por la naturaleza real de «Viernes». No le deja ser.
Doblega su alteridad, no respeta el hecho de que es otro. «Trata bien» a su
sirviente: lo convierte al cristianismo arrancándolo de la barbarie y el
salvajismo en que lo cree subsumido –y que no se toma molestia alguna en
conocer–, lo instruye en el cultivo de la tierra y en los usos británicos y,
llegado el momento, se lo lleva consigo a Inglaterra, a la civilización. Lo
encierra en una jaula de oro.”[2]
Levinas toma posición frente a
la filosofía clásica a la que reduce a una cierta voluntad de poder. Toda la
filosofía del Ser, incluido Heidegger, es la cosmovisión de lo Mismo. Lo que forcluye esa filosofía es al Otro, al
igual que Crusoe. El núcleo del pensamiento de este pensador es la categoría
del Otro (o el Otro ya no en tanto que complemento del sujeto cual objeto sino
en su genuino estatuto, como categoría en sí).
El encuentro ético es previo a
la relación de conocimiento, la cual conlleva al vínculo de dominación. El
encuentro ético implica responsabilidad y respeto. Como indica Solé:
“A lo que la tradición ha
denominado «yo», «sujeto» o «conciencia», es decir, el ser que se representa la
realidad y a sí mismo, Levinas lo llama, además, el Mismo (le Même) y Totalidad. El mismo de sí mismo (identidad) y es una
totalidad en sí mismo (compleititud).”[3]
Ahora bien, Levinas aclara:
“No soy yo el que me niego al sistema, como pensaba Kierkegaard, es el Otro”.
La filosofía debe defender la prioridad del Otro al que Levinas también llama,
en tanto se desmarca del concepto como objeto de conciencia del Mismo, “exterioridad”,
“alteridad”, “infinito” y “trascendencia”. No se puede tematizar o convertir en
tema de la razón. Queda por fuera del pensamiento del Ser.
Según Platón en La República, Sócrates concebía al bien en
tanto más allá de la esencia. ¿No es eso establecer que la ética está por
encima de la ontología? Esta brecha que se abre en la totalidad, nos lleva a la
diferencia, fundamental para los psicoanalistas, entre el decir y el dicho. O sea,
entre el lenguaje de la ética y el lenguaje o discurso de la ontología. Por
eso, decimos que no se trataría de “ser de otro modo” (permanecer en el plano
ontológico) sino de ir a la búsqueda “de otro modo de ser” (subversión que
implica dirigirse a la dimensión de lo ético).
La primacía y antecedencia del
decir sobre el dicho impone la ruptura con el discurso filosófico tradicional.
De todas maneras, esto no equivale a abandonar la racionalidad. Diríamos que
supone castrarla, quitarle su consistencia
y entidad absoluta. El decir es el espacio del encuentro con el Otro,
proximidad de uno a otro, la significancia misma de la significación, es
anterior a los sistemas lingüísticos y a las cosquillas semánticas, es el
prólogo de las lenguas. Los dichos no son más que el discurso yoico,
proposicional, del amo, que significa y establece qué es la verdad, qué es la
realidad. Es el lenguaje público y racional que, si bien presupone al decir, lo
reabsorbe y lo borra de la misma manera que las identificaciones simbólicas e
imaginarias alienan y petrifican al sujeto. Los dichos son el piso de la
demanda en el grafo del deseo lacaniano. El decir remite el deseo del Otro. Una
vez más, Solé dice:
“El decir que aún vive en lo
dicho, pero tapado, sofocado, aprisionado en las categorías lógicas [y, sobre
todo, en la lógica del fantasma],
espera su liberación para poder rescatar la ética de la ontología.”[4]
El decir corresponde a la
enunciación, más que comunicación es exposición,
más que demostración es mostración. El decir marca la hiancia del metalenguaje
que no existe y, si tuviésemos que situarlo en términos nodales, representaría
una articulación entre simbólico y real, a diferencia del dicho que anudaría
simbólico e imaginario. “De otro modo que
ser no supone suprimir lo dicho sino despertar el decir absorbido y ahogado
en su seno, el impulso ético pre-original.”[5]
La solidaridad entre el
movimiento filosófico de Levinas y el giro lacaniano en el campo psicoanalítico,
a nuestro entender, es fuerte. El decir del analista es su enunciación, la cual
remite a un vacío que podemos comparar con el estatuto que Aristóteles le daba
a Dios: “el primer motor inmóvil, es el ente absolutamente suficiente.”[6] Se
supone que el deseo del analista es un deseo “desasido”, que en cierta medida
se sustrajo a la alienación radical al deseo del Otro (en el propio análisis).
Desde ese lugar privilegiado, el psicoanalista promueve el atravesamiento de
los “buenos o malos”, “feos o bellos”, etc., dichos en su unicidad para dar con
el espacio ético como tal, el decir/ deseo del analizante. Sería redundante
hablar de una “ética del bien decir”, entonces, puesto que el decir es la ética. Por más que no tenga
palabras, el discurso analítico es algo que se dice.
[1]
Latorre, José Ignacio: “El vacío cuántico” en La nada o el vacío cuántico. EMSE EDAPP, S.L., Buenos Aires, 2016. Pág.
96-8.
[2]
Solé, Joan: “La huella del Otro” en Levinas.
La ética del otro. EMSE EDAPP, S.L., Buenos Aires, 2016. Pág. 11.
[3]
“Totalidad e infinito” en ibíd. Pág.
81.
[4]
“De otro modo que ser, o más allá de la
esencia” en ibíd. Pág. 108.
[5] Ibíd. Pág. 109.
[6] Latorre,
José Ignacio: “Un poco de Nada occidental” en op. cit. Pág. 36-7.
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