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Contra los hechizos del fantasma

 


“Todo lo que tiende a la perfección y a la eternidad tiende a la inmovilidad y a la muerte. Esto está presente en la tentación materna de hacer solamente uno ahora y siempre, de decirse todo y realizar todo juntos. No tener sino un solo y mismo deseo para dos culmina en un goce mortífero de plenitud. Estoy colmado, por lo tanto estoy seguro. La imagen tranquiliza pero encierra, es ese engaño, esa mentira donde la falta que viene a faltar mata a fuego lento.”

Cerf-Hofstein, N.: “A modo de conclusión” en Histérica y obsesivo. La pareja “ideal”. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 2007. Pág. 82-3.

“Para Lacan, el deber ético es el de un verdadero despertar: no solo del sueño, sino del hechizo del fantasma que nos controla aún más cuando estamos despiertos.”

Žižek, S.: “Del Che vuoi? al fantasma: Lacan con Ojos bien cerrados” en Cómo leer a Lacan. Ed. Paidós. Ciudad de Buenos Aires, 2016. Pág. 67.

 

Introducción

En este breve escrito intentaré ubicar algunas puntuaciones en relación a la posición subjetiva neurótica, haciendo énfasis en la histeria y en la obsesión (dejando de lado la fobia). La intención es pensar convergencias y divergencias entre estos tipos clínicos, ver qué cosas tienen en común y en cuáles difieren.    

 

Obsesión: el arte de taponar la falta

“La histérica está abocada a sostener lo enigmático del deseo que es lo que el obsesivo no puede soportar: ese carácter incomprensible y metonímico del deseo.”

Torres, M.: “La fuga del deseo” en Clínica de las neurosis. ICBA, Ciudad de Buenos Aires, 2005.

Jugando con la idea de que lo rechazado en lo simbólico retorna desde lo real, quisiera preguntar qué sucede cuando el sujeto expulsa de su horizonte existencial toda referencia al deseo, sin estar hablando necesariamente de psicosis. Es decir, qué pasa cuando, aun habiendo inscripción primordial de la castración, el sujeto se esfuerza en destruir todo lo referido a lo que en su vida pudiera operar como objeto a, como motor de su libido, de su energía sexual o pulsión de vida. En este sentido, traigo a colación una referencia de Charles Melman quien, abordando la problemática de la neurosis obsesiva, establece:

“Si un sujeto expulsa de tal manera de su vida todo lo que es del orden del deseo, expulsa de su vida, es decir, primordialmente del lugar del cual su palabra se articula y que Lacan llama el lugar del Otro, ya que Lacan dice que es del lugar del Otro que nos viene nuestro propio mensaje bajo una forma invertida, pues entonces cuando un sujeto expulsa de ese lugar toda referencia al deseo, toda causa de deseo, todo objeto susceptible de animar el deseo, se expone al mismo tiempo a que se ejerza sobre él y viniendo de ese lugar Otro la ley moral pura, es decir liberada de todo objeto susceptible de ordenar su goce y sin otro valor que como puro arbitrio, puro golpe que sacude al sujeto.” (Melman, C.: “La lógica del obsesivo” en Revista de la Asociación Freudiana Internacional. N° 2, Neurosis Obsesiva. Ed. UNR, 2002. Pág. 49.)

Ceder en el deseo no disminuye el sentimiento inconsciente de culpabilidad o necesidad de castigo, al contrario, según esta lógica lo incrementa. Por no asumir lo parcial a lo que nos arroja nuestra sexualidad perversa y polimorfa y con lo cual hay que contentarse, la demanda de completitud que plantean los ideales (familiares, sociales) muestra su cara definitiva como pura exigencia superyoica. Esa particular posición subjetiva que nominamos como obsesión articula algo de este orden en sus manifestaciones clínicas. Nuevamente cito a Melman:

“De una manera general, de lo que el obsesivo se defiende, lo que no soporta, a partir de lo que elabora todas sus construcciones, es lo que podemos situar de manera muy precisa como la carencia en el Otro. Lo que en una formulación más cercana de la de Freud, se llamaría la castración materna o la castración femenina. Gracias a Lacan, podemos superar ese paso y adentrarnos en una conceptualización que concierne a la estructura y hablar entonces de carencia en el Otro.” (Melman, C.: “¿Qué quiere el obsesivo?” en ibíd. Pág. 61.)

Este sería, en resumen, el gran escollo a sortear en la clínica de la obsesión, ya sea masculina o femenina. Todo lo que podría pensarse en términos retentivos, acumulativos, de avaricia y, al mismo tiempo, de agresividad o sadismo, deberían pensarse en esta dirección de no querer saber nada de la falta en el Otro y, por consiguiente, de su inconsistencia (tanto de la del Otro como, al mismo tiempo, de la propia). La neurosis obsesiva establecería un principio según el cual sería, supuestamente, preferible la vida mortificada, momificada, ser un cadáver o la misma mierda antes de tener que admitir, antes de tener que asumir una posición sexuada y finita (que es lo que está implicado en la castración del Otro).

Tanto el histérico como el obsesivo, a su manera, recusarían la implicancia, el tener que responsabilizarse del estar-ahí, del conflicto que supone la existencia con todos sus matices de tragedia, drama, comedia, aventura, erotismo, paradoja, sinsentido, enigma, misterio, aburrimiento, etc. No querer entregarse al no-saber, soltarse a la experiencia sin tanto manual ni códigos de procedimiento. De allí su atarse crudamente a la uni-versión, a lo que podríamos pensar como el goce que posibilita el fantasma, monotonía de una satisfacción pobre, siempre la misma, con escasas variaciones (sin llegar a la rigidez extrema de la perversión). Esto último también explicaría la repetición: cambian los escenarios y los personajes, pero las escenas de sufrimiento terminan siendo siempre las mismas.

Dice Amelia Diez Cuesta: “No hay relación sexual pero hay deseo sexual y el obsesivo permanentemente intenta reprimirlo, intenta borrar todas las huellas que puedan quedar de eso.” (Diez Cuesta, A.: “El laberinto roto” en Los laberintos de la neurosis obsesiva. Ed. Grupo Cero. Madrid, 1993. Pág. 65.) Y un poco más abajo agrega: “Lavarse las manos como la pantomima del intento permanente del obsesivo de borrar su relación con la experiencia del goce, su relación con la experiencia donde se constituyó su deseo.” Es decir, cualquier referencia a la opacidad u oscuridad del Otro (y por ende, a la propia) es evadida, refutada, “cancelada” (como se dice ahora). El Otro debe ser perfecto, redondo, coherente, armónico, total… ¿Dios? Pero el deseo y el goce dividen tanto al Otro como al sujeto mismo y es eso lo que los torna insoportables.  

Recordemos que, si bien Descartes funda con su duda metódica la ciencia moderna y, al mismo tiempo, lo que pensamos como el Sujeto (la idea lacaniana de que el sujeto del psicoanálisis sea ese mismo sujeto es altamente problemática y pocos se atreven a cuestionarla. En algunos espacios de formación psicoanalíticos, principalmente lacanianos, he visto el enorme esfuerzo que se toman tanto quienes dictan la actividad como quienes asisten por justificar cualquier expresión de Lacan, lo cual es muy diferente de tratar de pensar críticamente la obra del autor. Sobre todo porque pensar críticamente la obra de un pensador, sea cual fuere, supone un ejercicio de toma de distancia, inclusive de destrucción de la imagen sacralizada, para poder habilitar allí algo equivalente a un agenciamiento o apropiación de su decir), a la hora de pasar a lo que podríamos llamar el otro o el objeto, vale decir, la res extensa, Descartes apela a la garantía de un Dios que no puede mentir, es decir, a un Otro completo. Eso pone fuertemente en cuestión que estemos hablando del sujeto freudiano. Porque el sujeto que Freud esboza y que Lacan suplementa de manera potente no es su Majestad el Yo sino exactamente todo lo que esa reducida instancia psíquica no llega a recubrir.  

Por otro lado, ¿la modernidad estaría fundada en un síntoma de neurosis obsesiva? Lo digo pensando en la cuestión de la duda que no es exactamente la «sospecha» (Marx, Nietzsche, Freud). La duda tiene un lugar fundamental entre los síntomas de la neurosis obsesiva. Su función prínceps es alejar al sujeto de toda posibilidad de actuar. Porque el acto, en psicoanálisis, no es una acción cualquiera sino una que se supone podría tener ciertas consecuencias, solo que esos efectos nos son desconocidos, como suele decirse generalmente: no hay garantías. No hay certidumbres de que mi acto vaya a tener o no los resultados calculados, de que mi acto vaya a salir bien o mal. Pero, ¡justamente de eso se trata la travesía del deseo! Es precisamente eso lo que lo vuelve un camino apasionante, el hecho de que no esté todo dicho, todo escrito, de que no se sepa acabadamente qué puede suceder. La aventura del deseo tiene la impronta de la sorpresa. Para una subjetividad tan controladora y amarrete como lo es la obsesiva eso representa un gran peligro. Entonces: la duda, los rituales, la extrema corrección, la civilidad rigurosa, la piedad, la compasión, el ascetismo, la religiosidad en general, la militarización de la vida, el orden, los emblemas, las jerarquías, etc. Y en cuanto a la vida sexual: el desplazamiento, el pudor, la repugnancia, la castidad, etc. Un arsenal de defensas contra lo real del goce y del deseo que dejan al sujeto totalmente inhibido y/o angustiado, pero siempre al resguardo de la castración simbólica.

 

Histeria: amoralpadre

“El problema del histérico o de la histérica es cómo distinguir lo que es (su verdadero deseo) de lo que otros ven y desean en él o en ella.”

Žižek, S.: “El sujeto interpasivo: Lacan se vuelve una máquina de rezar” en op. cit. Pág. 44.

Dirigiéndonos ahora al otro tipo clínico que también forma parte del grupo de las neurosis, tenemos la subjetividad histérica y sus particularidades. En palabras de Daniel Mutchinick: “La histeria pudo enseñar, al entregar sus síntomas al discurso, lo que es necesario perder.” (Mutchinick, D.: “Amoral padre” en Emma Bovary, razones de mujer; y otros ensayos. Ed. Letra Viva, Ciudad de Buenos Aires, 2018. Pág. 35.) ¿Qué quiere decir este autor cuando habla de “lo que es necesario perder”? ¿Qué es necesario perder y, fundamentalmente, para qué? Un poco más abajo el autor responde parcialmente a estos interrogantes del siguiente modo:

“El amor al padre es la operación más fuerte en la que la histeria muestra lo que convendría perder. Amor con destino de no realizarse para ser. A condición de que el padre demuestre la impotencia que permita seguir en ese amor, a condición de no gozarlo, o mejor, de gozar no gozarlo. Es el goce de la prohibición del goce. Es un amor que se sostiene porque no se da.” (Ibíd.)

La histérica sacraliza la existencia de un padre ideal inalcanzable, y por eso se extravía en lo sintomático. Ese padre imaginario “es madre en tanto oferta lo incestuoso” (Ibíd. Pág. 37). Tal vez, aquello de lo que menos quiera enterarse el histérico es de que, castrado y todo, el padre aun así goza. O, mejor dicho, de que goza gracias a que está castrado. Recordemos que, en el inconsciente, la negación no existe. Tanta insistencia en la im-potencia paterna o del Amo, ateniéndonos a la negación freudiana, debería darnos la pista de que se trataría de subrayar para el histérico algo atinente a la verdad del deseo: que parte de una carencia. El equívoco sea quizá pretender que dicha falta opera a nivel del tener cuando, en rigor, es a nivel del ser donde la ubica el psicoanálisis. Las neurosis no serían sino “modos de hablar” (Lutereau, L.: “¿Qué es la neurosis?” en Histeria y obsesión. Introducción a la clínica de las neurosis. Ed. Letra Viva, 2014. Pág. 14.), en efecto. Pero, ¿de decir qué cosa? Histeria y obsesión pueden pensarse como modos discursivo-sintomáticos que hablan de cómo escaparle a la falta en ser, es decir, estratagemas para reasegurar el dominio yoico y fantamástico sobre la sexualidad y la finitud.    

La dificultad esencial del histérico y del neurótico en general esté quizá relacionada con reconocer al padre real, agente de la castración simbólica que anula la consistencia fálica del niñx posibilitándole salir del Edipo. En RSI Lacan establecía la importancia de que el padre se muestre causado por una mujer en tanto objeto. El amor y el respeto del que se haría digno el padre al situarse de ese modo singular (y no en tanto “excepción” como, a mi gusto, desafortunadamente da a entender Lacan en ese Seminario), irían por una vía menos ligada a la idealización de la instancia paterna. Tomar al padre como modelo no tiene por qué necesariamente equivaler a tomarlo como ideal.

 

Tiempo de concluir

Una última puntuación, que permitiría establecer otra divergencia interesante entre histeria y obsesión, es la referida al tiempo. La histérica suspende el goce para eternizar el deseo y de allí la particularidad de su sustracción o postergación en cuanto a la escena sexual. En verdad, lo que allí se eterniza es la insatisfacción más que el deseo en sí. Por el lado de la obsesión, se goza de la postergación misma. Esto se asocia a la demanda del Otro en la etapa así llamada anal. Hacer esperar al Otro antes de entregar lo que supone su valiosísima… mierda. Lacan compara la postura del obsesivo en relación a la espera con la del esclavo hegeliano que espera la muerte del Amo. Si vinculamos esta última cuestión con el mito de la horda primitiva y el asesinato del Padre, lo que el obsesivo estaría esperando sería algo imposible puesto que, como bien establece allí Freud, la muerte del Padre, en lugar de hacerlo desaparecer definitivamente, lo inmortaliza, lo vuelve indestructible.

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