A la memoria de Pepe Mujica
“… la suma de las
salvaciones individuales no trae necesariamente consigo la salvación
colectiva.”
F. Dubet.
1
Escribo estas líneas
durante el mes de mayo. No puedo evitar asociar este mes al mayo francés, el
del 68. Aquel que “nos muestra, en contraste, un deseo de singularidad
combinado todavía con una voluntad universalista” (ÁLVAREZ, 2018, p. 39),
aquella juvenil (y no tanto) “revuelta contra la calma, el silencio y la
satisfacción” (ÁLVAREZ, 2018, p. 77) de una sociedad adormecida. Tal vez, lo asocie
con aquel acontecimiento histórico precisamente por la distancia con respecto a lo que se respira en estos tiempos
actuales y por el deseo de que renazca algo de aquel espíritu subversivo,
contracultural e instituyente. De un tiempo a esta parte, parecería que las
revoluciones se han tornado exclusivamente conservadoras.
¿Pero en qué tiempos
vivimos hoy? Acaso tiempos macbethianos en los cuales el mal ha dejado de ser, al estilo maquiavélico, un medio para
alcanzar un fin sino un fin en sí mismo.
Macbeth inaugura una literatura en la que el mal aparece en toda su faz
descarnada de sentido, como lo inexplicable en sí. Es el horror, la crueldad,
el odio… “pasión del ser” destinada a la eliminación del semejante. En palabras
de Pompeyo: “Vivimos en estos tiempos un momento Macbeth, compelido al crimen
por nuestra imaginación egocéntrica, y también estamos en un momento Hamlet,
paralizados por el estupor de nuestra lucidez atónita y cobarde”.
Frente a este panorama, la
nostalgia aparece como una primera respuesta. Pero también la esperanza, el
deseo de que emerjan lo antes posible algunos aires de renovación, alguna cosa fresca que encienda la llama de
la transformación. Necesitamos urgente pasar de una época endeudada al
inicio de una época enduendada. Recuérdese
qué decía García Lorca acerca del duende
y la poesía:
“La llegada del duende presupone
siempre un cambio radical de todas las formas sobre planos viejos, da
sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién
creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso”.
En la medida en que nuestro presente se caracteriza cada vez
más por altos niveles de injusticia, en este escrito me he propuesto articular
alguna relación posible entre el psicoanálisis y no cualquier tipo de justicia
sino específicamente la justicia social,
categoría profundamente denostada en los tiempos que corren, quizá en parte por
algunos usos abusivos de su figura o simplemente por el ascenso al cenit social del goce
que mejor no.
2
Empecemos por el sujeto.
Está condicionado por dicho goce, este lo divide, pero esa escisión no se elimina,
sino que en todo caso habrá soluciones.
Una de las concepciones del fin de análisis en Lacan apunta a la “invención de
soluciones inéditas” (VILLANUEVA, 2018, p. 50) frente a esa conflictiva mencionada.
Cierta clase de delirio, por ejemplo, podría considerarse tal. Un ejemplo de
eso sería la protagonista de “La vegetariana” quien a través del mismo logra
ponerle un punto a la conminación pulsional.
Es que goce no tiene nada
de natural, sino que es efecto del lenguaje y si es su producto por qué no
podría ser tratado vía el significante mismo. Llamamos a la pulsión “de muerte”
no tanto porque apunte a lo inanimado sino por su profunda desconexión de todo
ideal adaptativo. El ser hablante, a nivel inconsciente, no busca sobrevivir
sino fundamentalmente gozar. Sobre todo, porque no es él (el sujeto) el agente
de dicha afectación sino el afectado-por. Lo cual no lo exime de tener que
responder por su síntoma. Se trata de un tipo de responsabilidad que no apunta
al individuo, a los actos conscientes del yo.
Dicho todo esto, establezco
un interrogante complejo: ¿Cómo pensar la relación entre el psicoanálisis y la justicia
social a sabiendas de que el analista no puede ser un “humanista” toda vez que
debe situarse en su acción, como dice Margarita Álvarez Villanueva, “en
relación a lo real en juego, por definición inhumano; lo no-humano en el
corazón de lo humano” (VILLANUEVA, 2018, p. 50)?
Por otro lado, esta misma
psicoanalista en ese artículo titulado “El psicoanalista no es ni justo ni todo
lo contrario” señala:
“… el psicoanalista no
puede dejar de estar advertido de todo aquello que opera taponando la división
subjetiva, el agujero de lo real en lo simbólico para cada uno, o para un
grupo, o en una época. En primer lugar, debe estar advertido del fantasma, de
los ideales…” (VILLANUEVA, 2018, p. 50).
Si pensamos a la justicia
social en términos ideales, entonces tendríamos muchos problemas para
articularla con el psicoanálisis. En ese sentido, considero que la justicia social no tiene que pensarse
como una cuestión “moral” sino más bien ética. Algunos de los grandes
detractores de la justicia social pretenden desestimar su valor aduciendo que
se trata de un planteo moralista, de una perspectiva moral de los “amorales”
fenómenos económicos, por ejemplo. Retomo esto más adelante.
Volviendo a citar a
Villanueva, esta psicoanalista nos advierte:
“Cada vez que desaparece la
división subjetiva en el Otro, en los otros o en uno mismo, hay razones para
inquietarse, y más cuando se trata de alguien que encarna el poder […]. Ahora
que […] estamos entrando en campos inéditos para nosotros, es especialmente importante velar por mantener las condiciones en las
que el psicoanálisis puede ser operativo” (VILLANUEVA, 2018, p. 51).
Esta reflexión me da el pie
para arrancar al revés. Es decir, denunciando los ideales específicos del
capitalismo y hablando no de la justicia sino de la injusticia social que aquel necesariamente produce para reproducirse.
En definitiva, si todo parte de una “acumulación originaria” …
Con relación a nuestra
época, la injusticia social nos pone de cara a un escenario donde el ideal
capitalista de acopio ilimitado hace estragos, potenciando la desigualdad a
niveles escandalosos. Acaparar no es aprovisionarse. Lo segundo remitiría a
algún tipo de adaptación y estaría referido a la necesidad. Lo primero, en
cambio, es lisa y llanamente la pulsión reteniendo al objeto (al dinero, en
este caso) para su regodeo infinito.
Entonces, si el analista no
puede dejar de estar advertido de todo aquello que opera taponando la división
subjetiva en su época, ¿cómo hará para
desconocer las incidencias del discurso capitalista y del neofascismo en la
trama sociohistórica y en muchos de sus pacientes sin caer en alguna posición
renegatoria, acción que desmentiría su ética y que coartaría su eficacia?
Si el analista “debe estar
advertido del fantasma, de los ideales”, no será esgrimiendo un ideal específico
de justicia (en este caso, social) cómo en principio debería posicionarse en su
clínica. Hecha esta aclaración, tampoco creo que sea desconociendo las injusticias sistemáticas, las diversas opresiones que
padecen por ejemplo las minorías cómo resguardará la “pureza” del discurso
analítico. Recuérdese lo que la analista decía más arriba respecto de
“velar por mantener las condiciones en las que el psicoanálisis puede ser
operativo”. En otras palabras, ¿puede desarrollarse el psicoanálisis en una
sociedad renegatoria donde el primado de la violencia y el abandono del pacto
simbólico en el que se sostiene todo contrato social tiembla y es puesto en
tela de juicio constantemente por aquellos que más deberían resguardarlo?
3
Tomemos el pensamiento de
un fiel exponente de la escuela austriaca de economía. Según el pensador en cuestión
la exigencia de justicia social no se dirige al individuo sino a los miembros
de la sociedad “para que se organicen de tal modo que puedan asignar
determinadas cuotas de la producción social a los diferentes individuos y
grupos”, agrego yo: desfavorecidos por la
distribución no mediatizada por el Estado. En este punto, Hayek –así se
llama el autor– se pregunta si existe verdaderamente el “deber moral” de
establecer “un modelo de distribución particular, considerado como justo”.
A este planteo podemos
responder diciendo que la justicia social, en todo caso, más que un “deber
moral” es una política de Estado que está presente o no. Es decir, no se trata
de una cuestión metafísica o de moral kantiana sino ética. Justamente aquí es donde más el autor pretende hacerse el…
desentendido.
Según Hayek los resultados
de las transacciones comerciales no pueden considerarse ni justos ni injustos
puesto que son espontáneos, producto de la búsqueda legítima del beneficio
personal. Para Hayek, en tanto las operaciones económicas no son voluntarias, no
pueden someterse a una valoración moral. Los comportamientos económicos de los
individuos no son racionales y por ende no pueden someterse a reglas ni a
imperativos morales.
Ahora bien, tal como lo
plantea Luis Carlos Ayala Amézquita en su texto “Gozar la (in)justicia”:
“Siguiendo la idea de
Hayek, los efectos tanto beneficiosos como gravosos de la crisis [hipotecaria
del año 2000] habrían sido espontáneos: las fortunas conseguidas con ocasión de
la quiebra del sistema hipotecario no fueron efecto de ninguna voluntad y,
asimismo, que miles de personas perdieran sus viviendas fue un hecho espontáneo.
Y aunque las investigaciones demostraron que sí hubo voluntad en las inmorales
operaciones económicas (…) no hubo condenas y en cambio sí un rescate por parte
de la reserva federal estadounidense”.
Además, lo que Hayek no
considera al cuestionar que los comportamientos económicos de los individuos no
pueden sujetarse a normas morales es el
imperativo categórico del goce, el deber o mandato de gozar. Esa orden que
no promociona criptomonedas sino que solamente “las difunde”. Más que la “mano
invisible del mercado”, la voz insidiosa del superyó.
El grado de mortificación
de una sociedad se mide por la cantidad de sujetos dispuestos a someterse o a encarnar
algo de esto.
Mortificación cultural, ¿cómo pensar semejante
diagnóstico? Veamos un fragmento del cuento La
sunamita de la mexicana Inés Arredondo:
“La muerte da miedo, pero
la vida mezclada, imbuida en la muerte, da un horror que tiene muy poco que ver
con la muerte y con la vida. El silencio, la corrupción, el hedor, la
deformación monstruosa, la desaparición final, eso es doloroso, pero llega a un
clímax y luego va cediendo, se va diluyendo en la tierra, en el recuerdo, en la
historia. Y esto no, el pacto terrible entre la vida y la muerte que se
manifestaba en ese estertor inútil, podía continuar eternamente”.
4
Para finalizar, quisiera
establecer una reflexión sobre el fascismo y su pretensión yo diría, más que
“binaria”, unaria de segregar y forcluir
la diferencia. En el fondo, la tendencia es retornar a aquella “mónada
primitiva del goce” donde no había ni ley, ni falta, ni deseo. En ese punto el
fascismo es incestuoso y canallesco. El rechazo de la dualidad, el rechazo de
la división, de la dialéctica como
algo intrínseco al significante debería atemorizarnos.
Así como el resentimiento
producido por la derrota en la guerra y la humillación empujaron a la sociedad
austrohúngara a la búsqueda de un chivo expiatorio que encontraron en el judío,
de la misma manera en nuestro país se señala al “zurdo”, al
“peronista-kirchnerista” como la nueva plaga responsable de los males que trajo
la pandemia y de sus efectos traumáticos en la sociedad, ya sea en la economía,
ya sea en la salud mental de la población.
Pero la pandemia fue un acontecimiento ligado a lo real y no la
responsabilidad de algún sector sociopolítico específico.
Lo real irrumpe, su
emergencia es traumática, no es pasible de ser anticipada. Lo real no es la
realidad. De hecho “LA” realidad con mayúsculas es una ilusión que está perdida
por definición. Sólo existen, en plural, realidades,
como se desprende del cuento de Carlos Fuentes titulado Chac Mool:
“Si un hombre atravesara el
Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí,
y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué…? Realidad: cierto
día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los
trozos desprendidos de su gran cuerpo.”
Nosotros no conocemos más
que alguno de los fragmentos de aquella imposible realidad previa al mundo
simbólico, supuestamente “toda”, aquella verdad supuestamente “toda”, aquel
goce supuestamente “todo”. Vamos por la vida presos de la fantasía de totalidad
hasta que algo o alguien nos desgarra el velo y entonces irrumpe la
inexistencia del Otro.
Esa emergencia puede estar
dada por una pesadilla ante la cual el sujeto puede carecer de recursos para
elaborarla, pero también por acontecimientos sociales desbordantes al estilo de
una guerra, de una pandemia o de una dictadura ya sea cívica, ya sea militar. El autoritarismo también presentifica al
goce de Otro y eso siempre deja marcas que después costará mucho trabajo historizar.
¿Por qué entonces insistir
en esa dirección? ¿Por qué convalidamos el destrato, la crueldad, el abandono, el
cinismo, la prepotencia? ¿Por qué ya no nos rebelamos ante el opresor como sí
lo hicieron otras generaciones? ¿Qué sucede con las nuevas generaciones, por
ejemplo, en nuestro país que permanecen tan adormecidas? ¿Ha logrado el
capitalismo, cuya esencia es el acoso del hombre por el hombre, someter el
espíritu hasta el punto de producir un sujeto mono-dimensional que se con-funde
con su yo, es decir, con su par
imaginario en el que se proyecta?
Para finalizar, en aras de
insistir con la invención y con el Arte como herramientas de crítica al Ser, al
individuo y al yo, quisiera cantarles una canción que se llama “No soy yo” de
la cantautora uruguaya Camila Rodríguez.
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