Introducción
En 1982, en el marco de su Cátedra Historias de los sistemas de pensamiento, Michel Foucault dicta un Curso acerca de la “Hermenéutica del sujeto” (que posteriormente será establecido como texto, aunque no hubo de estar destinado a su publicación), en donde pueden hallarse algunas puntuaciones que estimo de interés para el pensamiento psicoanalítico. Una de las preguntas fundamentales que atraviesa dichas lecciones es la referida a la cuestión de la espiritualidad, a la que el pensador en cuestión define en sintonía con los problemas de la Filosofía por cuanto esta última plantea, a su entender, la pregunta por la relación entre el sujeto y la verdad. “Filosofía es una forma de pensamiento que intenta determinar las condiciones y los límites del acceso del sujeto a la verdad. Si denominamos a esto filosofía creo que se podría denominar espiritualidad a la búsqueda, a la práctica, a las experiencias a través de las cuales el sujeto realiza sobre sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad.”[1]
Sujeto, verdad y Modernidad
Desde la óptica de Michel Foucault, en torno a la dimensión de la espiritualidad se plantea la cuestión de la transformación subjetiva como condición, “precio a pagar”, en lo atinente al acceso a la verdad. Tres son las características que el filósofo plantea a propósito de la espiritualidad: la conversión subjetiva como exigencia, el Eros como impulsor de dicha transmutación y, por último, el efecto de retorno de la verdad sobre el sujeto o “iluminación” que es pensada como una transfiguración del ser del sujeto.
De este modo, la Época Moderna, en tanto supone que el camino regio de descubrimiento de la verdadero no es sino el conocimiento y únicamente el conocimiento, se aleja de la perspectiva antigua ya que el saber pasa a acumularse en un “proceso social objetivo” dejando de lado un aspecto fundamental del vínculo entre sujeto y verdad, esto es, los efectos de retorno que la verdad tiene sobre el sujeto, una vez que este ha accedido a ella. En palabras del autor: “El sujeto actúa sobre la verdad, pero la verdad ha dejado de actuar sobre el sujeto. El vínculo entre el acceso a la verdad – convertido en desarrollo autónomo del conocimiento – y la exigencia de una transformación del sujeto (…) se ha visto definitivamente roto.”[2]
Algunas puntuaciones desde el psicoanálisis
En este punto podríamos establecer una simple pregunta: ¿con qué recursos cuenta el neurótico para mantenerse preservado de una verdad cuya índole habría de transfigurarlo, esto es, habría de comportar un “precio a pagar”? Es interesante pensar clínicamente esta cuestión, ya que lo que lo que el psicoanálisis descubre en la experiencia es que el neurótico tanto más se interesa por la verdad en términos “objetivos” – la verdad, en último análisis, que determina el Otro - cuanto que menos conlleva la pregunta respecto de su implicancia, es decir, de su verdad como sujeto – pregunta que podríamos matematizar, de un modo muy sencillo, así: Ⱥ?
Estimo que la “Psicología de las masas” nos puede permitir pensar en una posible respuesta a este interrogante referido a los recursos del neurótico para tapar lo que, en el campo del significante, falta. Para referirnos a dicha “psicología”, no obstante, podemos servirnos de las mismas lecciones que venimos comentando.
Michel Foucault indaga en la cuestión de la stultitia (estulticia)[3] y la define como una “apertura a las influencias del mundo exterior”, “recepción absolutamente acrítica de las representaciones”. Acto seguido, plantea que el estulto es aquel que no sigue por la senda de la espiritualidad en tanto no se ocupa de sí mismo, es incapaz de hacerlo. El estulto está preso, en tanto no dirige su voluntad hacia ningún fin definido, de una voluntad limitada. Aparece un rasgo crucial a este respecto: el estulto no se quiere a sí mismo. Pero, entonces: ¿a quién quiere? En este punto, ahora sí, resulta particularmente de interés aproximarse, al menos mínimamente, a algunos de los planteos freudianos respecto de la “Psicología de las masas”.
Dice Freud, en el Capítulo X de Psicología de las masas y análisis del yo: “La masa se nos muestra, pues, como una resurrección de la horda primitiva”[4]. Freud estima que en el fenómeno de la masa no se da sino una verdadera regresión a aquel mítico estado de horda primitiva en donde el goce y el poder recaían sobre uno sólo, esto es, el Padre primordial. Vincula, de esta manera, a este proto-padre con el Líder de la masa, el Jefe, el Caudillo. Y, luego, destacará que este lugar no es otro sino el mismo que el del Hipnotizador. Y dirá al respecto: “El hipnotizador pretende poseer un poder misterioso que despoja de su voluntad al sujeto. O lo que es lo mismo: el sujeto atribuye al hipnotizador un tal poder.” Lo que está en juego no es otra cosa que el Ideal del yo o I(A) - en términos de J. Lacan - como significante todopoderoso, insignia de la omnipotencia del Otro de la demanda, y al que el sujeto se engarza originariamente (alienación): “El padre primitivo es el ideal de la masa, y este ideal domina al individuo, sustituyéndose a su ideal del yo.”
Ahora podemos responder con claridad a la pregunta anterior, respecto de a quién dirige su libido el estulto ya que enamoramiento e hipnosis en nada difieren; es decir, no a otro sino al Amo en el sentido de que le supone un saber y una perfección inagotables, sumergiéndose en la quimera de un deseo colectivo, universal y de un amor oceánico, preservándose así de lo que se podría llegar a plantear en términos de un ocuparse de sí mismo - referido a la transfiguración subjetiva y a su verdad: “La masa quiere siempre ser dominada por un poder ilimitado”.
Comentarios
Publicar un comentario