“Debería aprenderme a
callar. Siempre sospeché que era una persona altamente parlanchina. Pero jamás
me imaginé que tanto. Por lo demás, ha llegado la hora de hacer un mea culpa. A los pocos días de tomar esa
decisión, sentida como la única solución viable frente a una situación
insoportable, fui viendo mis implicancias, esas que silencio, que silencié. Voy
a ir rápidamente al punto. Por momentos, construyo todo de manera tal que ya
nada me sorprenda. Es decir, armo una especie de fucking panóptico donde quedo absolutamente atrapado y anulado,
¿muerto? Elegir aquello que luego me va a posibilitar salirme de la escena, heroicamente
desde la mirada menos astuta, cobardemente desde la mirada más perspicaz. He
tejido una enorme red sobre lo Otro,
red de saberes, de suposiciones, de conjeturas, de prejuicios, de ideales. Todo
ello para no saber nada de lo Otro.
Destruir, aniquilar, matar la diferencia. Jamás se sabe realmente sobre el Otro: ¡Ni siquiera sabemos de nosotros
mismos, cómo podríamos saber acerca del Otro!
Nada queda por decir, todo el misterio ha sido sepultado. Estas premisas, que pretenden
suturar la infranqueable brecha que nos separa de lo Otro, evidentemente son de algún modo el objetivo de mi actuar,
la motivación de mis elecciones, mis estratagemas más sutiles y a su vez, más
peligrosos. Si creía que lo peor iba
a advenir luego de mi decisión de
separarme de ella, ahora advierto que lo
peor ya estaba en acción durante
mis elecciones.
¿Qué sería eso? ¿Qué
sería lo peor? El avance furibundo e
inmarcesible de lo Mismo. Esa silente
ola de mismidad que puja por identificar lo
Otro agotando el misterio mismo de la
vida. El misterio del Otro y de
yo mismo como Otro para mí.
Agarro la guitarra y
simplemente hago una descarga motriz. Esto, en realidad, es una metáfora que
pretende significar la detumescencia de mi deseo, la caída pura y simple a la
chatura de la vida donde padecemos existir y donde huelga todo hálito de poesía.
Mi potencia muere y queda un cuerpo pura biología, esa es la metáfora. En
realidad lo que queda es la mismidad y
el rechazo de lo desconocido. Lo
desconocido sería aquello por venir, eso que podría emerger, de seguir el
camino menos ilusorio. Ese camino Otro
donde lo común es descartado. No se trata de la ansiosa y tonta búsqueda de “la
novedad”. Muchas veces queremos cambiar a quienes nos rodean como si fuesen
meros objetos. Lo hacemos por el
terror que nos genera confrontarnos con la certeza de que no sabemos nada del Otro y de que ni siquiera el Otro sabe sobre sí. Cuando el Otro no coincide con nuestros parámetros
de sentido, pretendemos matarlo.
Y, también, nos matamos
a nosotros mismos, no dejándonos transitar la diferencia, el misterio, lo
desconocido. Pero lo desconocido de nosotros mismos. Poder darle tiempo a ese
encuentro, para que madure, para que devenga otra cosa, para que no muera sin
siquiera haber nacido.
Nada está cerrado, hay
abertura. Se trata, simplemente, de no caer en la trampa del saber. Coinciden
dos o tres cosas e inmediatamente nos vemos empujados a decir cualquier pavada,
como si ya supiéramos. Comprendemos. Vivimos comprendiendo. No soportamos no
comprender. No comprender nos angustia terriblemente, nos pone en falta, deja
abierta la situación al misterio, al enigma y eso nos asusta. Así, pues, vamos
armando escenas repetidas, buscamos la misma mierda, trabajamos incesantemente
para anular toda singularidad. Nos quejamos del sistema pero somos esclavos del
sistema, adoramos al sistema. ¿Qué haríamos sin el sistema? ¿Quiénes seríamos
sin el sistema?
El problema es que si
la hermeticidad del sistema lo traduce todo, el amor se vuelve lo imposible
mismo. En principio, porque el sistema da un modo de amar estereotipado: son
los ideales, lo que se debería hacer, cómo, cuándo, por qué. La televisión, por
ejemplo, nos enseña a quiénes debemos amar y a quiénes no. Internet y su
sobreoferta de pornografía pretende hacernos creer que nada hay de misterioso
en la sexualidad. Estaríamos en una época en la que lo sexual ya no hace pregunta.
Pero la pornografía es imagen. El Otro es real. Ahí yace la gran diferencia entre la pornografía y el deseo. La
pornografía hace hincapié, al igual que la prostitución, en el Otro como objeto. Cuando algo en el Otro
cuestiona esa creencia, creencia que nos brinda el sistema, entonces ya no
sabemos qué hacer, queremos rajar. La pornografía sería una suerte de saber
sobre la sexualidad donde creemos que dominamos la situación. El muchacho se
siente “Hombre” al coger con una puta. Pero que él sea “Hombre”, a la puta no
le consta. Ella tiene clientes. El
hombre está más allá de la puta. La condición masculina es, en cierto modo,
ir más allá de la puta. La condición masculina es bancarse lo femenino sin
degradarlo en significaciones objetivantes.
¿Cuál es la relación
entre el amor y el sistema? Antes dije: “adoramos al sistema”. El sistema es máquina
anulatoria del devenir, propensión imperativa de nominar lo innombrable, lo indecible. Sin misterio, sin devenir,
sin futuridad, sin innombrabilidad no hay amor posible. El sistema, a su modo,
ama. Pero ama a quienes reproducen su lógica y garantizan su existencia
perpetuándola. Es un amor limitado: “Amen en serie: así, así y así”. Amen y Amén
lo Mismo. “Es lo que hay.” Pero, ¿“Es
lo que hay” o, lo interesante, es lo que
falta? Para amar sin ataduras y constructivamente, quizá haya que ceder
nuestra adoración fanática por el sistema y sus certidumbres. Como si el
sistema no tuviera veleidades ni puntos de incertidumbre. Nuestra pasión nos
enceguece. Si el árbol no nos deja ver el bosque, la tanga no nos deja ver a la
mujer. Somos fieles a nuestras condiciones perversas de elección del partenaire. Sistemáticas condiciones de
elegir. Pero, ¿eso es realmente elegir?
¿Hay elección si todo está sobredeterminado? Pretender hacer entrar en nuestra parcial
condición sistematizada por los ideales y lo
deseable que nos vende el sistema, es perdernos de la poesía posible de
emerger allí donde doy lugar a las apuestas. Pero, apostar, es abstenerse de saber. El que ya sabe, no juega. Necesitamos
la ilusio.
Abstenerse de saber
sobre ese enigma que es la femineidad. Qué difícil es. Para decirlo todo: soy
un cagón. Preferible culpar al Otro
de todos mis males que aceptar mis propias angustias y problemas. Preferible
sentirse dueño, fuerte, poderoso, potente y creer que es el Otro el impotente, el que no puede, el
que no sabe, el que tiene complicaciones y que, por ósmosis, me las transfiere.
Ni justificar al Otro, ni
justificarme. Cada cual tiene sus cuestiones.
¿Tratando de entender o
tratando de no entender? Comprender,
he dicho, es el camino de la estulticia donde todo el misterio de una situación
de encuentro y de intensidad puede verse mortificado hondamente. Lo peor ya está en acción cuando lo que
quiero es comprender.
Hoy ya no quiero contención, no quiero alguien que me
comprenda, ¿o sí? No me lea para comprenderme, no me comprenda. No sé qué estoy
diciendo. Desconfíe de mí como yo mismo he aprendido hacerlo. Aunque nunca sea
suficiente. Desconfíe de usted, también, al leer estas líneas. ¿No será acaso
que usted también busca ser comprendido y comprehendido? Los mexicanos utilizan
la expresión “estar hasta la madre” cuando pretenden expresar una encrucijada
subjetiva donde ya no hay a quién recorrer, exceptuando a aquella que –
supuestamente - siempre va a estar para
socorrernos. ¿No estará, pues, hasta
la madre, usted, querido lector?
Por el momento, me
basta con saber que lo nodal de todos estos asuntos jamás podrá ser dicho de
una vez y para siempre. Debemos hacer ese duelo. Si este escribir intenta
situar cierto cálculo respecto de mi subjetividad, delo por hecho lector, ese
cálculo jamás será exacto.”
Buenos
Aires, 7 de Febrero de 2013
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