“No
hay amor sino de un nombre, como cada cual lo sabe por experiencia. El momento
en que el nombre de aquel o de aquella es pronunciado, sabemos muy bien que es
un umbral que tiene la mayor importancia.”
(Lacan, Seminario X)
“Tu nombre no es un nombre más. Huele a jardín luxemburgués…”
(Estelares, Luxemburgués)
Introducción
Durante
nuestra entrega anterior, pensábamos en la función del amor nombrante como puente
que conduce al niño de una posición de objeto de goce del Otro hacia la
apertura del orden del deseo (de la falta en el Otro). Es decir, hubimos de
apuntar que la metáfora paterna - como aceptación materna de la incompletitud -
no es sin la sustitución metafórica de ella como erómenos por el lugar del erastés
de ese hombre cualquiera que la toma como objeto a causa de su deseo, es decir, lo que Lacan llama, en el Seminario
VIII, la metáfora del amor.
Hablamos
aquí de la apertura de lo femenino
para el proto-sujeto en su advenimiento, encuentro tan traumático como
constitutivo donde el narcisismo primordial es herido (muerte del yo-ideal). No se coincide plenamente con
el objeto a causa del deseo materno,
a Dios gracias, ya que ello anularía la dimensión misma de la castración en la
madre. Señálese, al pasar, que, lo nodal del Complejo de Castración en Freud,
pasa por el encuentro infantil con dicha castración: para el Otro, falta en tener; para el niño, falta en ser. A partir de esto es que entonces, a, otrora objeto del goce fantasmático
materno, se operativiza para el
deseo. La sentencia lacaniana adquiere, pues, todo su valor: “El amor es lo que
hace condescender el goce al deseo”.
¿Será
también el amor lo que temporiza –
arregla, coordina - nuestra objetivación primitiva a cierto lugar de indeterminación,
de vacío, de posibilidad? Pero sigamos desencadenando nuestras especulaciones.
“En mí más que Yo”
En
el Seminario X, dedicado a la cuestión de la angustia (aunque más precisamente,
del objeto a), Lacan nos indica que
la función del deseo no está
únicamente presente en el plano de la lucha hegeliana por puro prestigio. Esto
es interesante. Quiere decir que, el deseo, no es reductible a lo imaginario
del deseo como deseo del otro (así, con
minúsculas), sino que hay un resto
que no queda incorporado a esa lógica donde lo que se busca no es más que el
reconocimiento de mi ser (como autoconciencia,
es decir, como i´(a)) y conquista del goce. Piénsese en el juego de la silla en
menos, a ser ocupada cuando se detiene la música. Esto es el Edipo entendido
como lucha contra el padre rival poseedor de la madre. La madre aparece como opción
posible, meramente “prohibida”. Lo imposible
no corre en este nivel. Pero el psicoanálisis apunta a des-imaginarizar este
entramado fantasmático y renegatorio. La madre aparece como el objeto del deseo. Pero, giro lacaniano
mediante, el deseo por el otro encubre
que el deseo no es más que deseo de… deseo. Es decir que, aquello que
imaginariamente aparece como “mamá” (objeto del
deseo incestuoso), debe pensarse en su articulación simbólica con el Otro como garante
del ser del sujeto. En otras palabras, el deseo incestuoso edípico enmascara la
verdadera búsqueda: ser el falo del Otro, estratagema neurótica destinada a sortear
la carencia-de-ser y la no relación
sexual. Des-imaginarizar el Edipo, es posibilitar su superación, es decir,
darle lugar al más allá. Por eso, el resto que se sustrae a la vertiente hegeliana,
es clave. ¿Pero de qué se trata ese residuo? ¿Cuál es el nombre de esa
desavenencia para con el Saber, de esa aversión para con el sentido? Se llama
el deseo del Otro y es el eje de un
psicoanálisis que se pretenda orientado por la enseñanza de Jacques Lacan.
Ahora
bien, ¿en qué otra parte habremos de encontrar la función del deseo más allá de
la rivalidad especular - ese resto, ese residuo? La respuesta de Lacan es
concisa: en el plano del amor. Por eso el analista francés se pregunta cómo es
posible que el a sea, además, objeto
del amor. Y contesta: “En la medida en que [el objeto a] arranca metafóricamente al amante
(…), del estatuto bajo el cual se presenta, el de amable, erómenos, para convertirlo en erastés,
sujeto de la falta – aquello por lo que se constituye propiamente en el amor.
Es lo que le da, por así decir, el
instrumento del amor, en la medida en que se ama, que se es amante, con lo que no se tiene.”[1]
En
el nivel de la constitución subjetiva,
hemos ubicado la función del amor
nombrante como puente que conduce precisamente hacia el campo de la falta
en el Otro. Pero, ¿cómo podemos pensar estas cuestiones en una cura analítica?
En
este punto, resulta inevitable hablar del vínculo
analítico. La transferencia, que es el amor, podemos pensarla como cierta
inercia que apunta a la junción, a cierto recubrimiento entre el a y el I(A). Junción cuya eficacia en el
analizante matematizamos, en buena lógica, i´(a). Al analista, por el hecho de
posicionarse como oyente, le son otorgados los poderes del I(A), quedando
ubicado entonces como aquel que posee LA
respuesta a la irreductible pregunta “¿Quién soy?”. El analizante, vía esta
libidinización del partenaire-analista, rechazará así todo lo atinente al resto
y a lo imposible. Pretenderá la fusión, la consumación mística y la relación
sexual. Querrá seducir al analista, ser su amigo, su hijo adoptivo, su mujer, su
analizante favorito, su niña, su papá. Como lo señala Lacan: “Persuadiendo al
otro de que tiene lo que puede completarnos, nos aseguramos precisamente de que
podremos seguir ignorando qué nos falta.”[2]
Básicamente, el analizante buscará ser lo
que le falte al analista, mas con
el propósito ignorado de desconocer la propia castración. El deseo del analista subvierte la inercia
transferencial.
Hay
un aforismo de Lacan donde la relación entre amor y deseo aparece especialmente
señalada. Dice: “… en la medida en que el deseo interviene en el amor y es lo que esencialmente se pone en juego en
él, el deseo no concierne al objeto amado.”[3]
¿Cómo
podemos leer esta cita? El objeto amado es i´(a), es decir, tanto el otro como
el yo, que es un objeto. El deseo está implicado allí a nivel del a, como nos decía más arriba Lacan, es aquello
con lo que se ama, es el instrumento del amor. Y también es lo
que el amante/ deseante busca en el campo del Otro. Recuérdese lo que afirmaba
Lacan en el Seminario V: “… el deseo es deseo de aquella falta que, en el Otro,
designa otro deseo.”[4]
Lo que motoriza al amor, entonces, es una falta que busca… otra falta. Empero,
el milagro del amor, como Lacan lo
llama, implica algo más que la simple búsqueda, a saber, el encuentro y la reciprocidad,
es decir, la junción, el recubrimiento de dos faltas: “Me falta tu falta, te
falta mi falta” - esto es el amor.
El
deseo es falta y el amor está hecho de la idealización del deseo. Es decir, está
hecho de la idealización de la falta. ¿Qué quiere decir esto? La idealización hubimos
de pensarla como el taponamiento (radical, en las psicosis) del lugar de la
causa por el Ideal (no sin efectos de retorno: los síntomas, la angustia, la
inhibición). Es decir, el amor “no se concibe sino en la perspectiva de la
demanda”[5]
y surge del recubrimiento, del velamiento del lugar de a por I(A). Velamiento necesario, puesto que hace soportable la levedad del ser que nos afecta en tanto
seres hablantes y aquello a lo que apunta el deseo, en última instancia: al
goce parcial, a la satisfacción sexual
directa, sin ambages. El narcisismo es, siguiendo la lógica de lo que
venimos diciendo, idealizar la propia falta, eso que habita en mí más que yo: i´ (a). Lo que dimos
en llamar el ser amado, también deberíamos
matematizarlo así.
Usos del amor
Por
lo demás, cierto es que la idealización puede paralizar el acceso a vivir el
deseo en cuanto tal (en acto). Pero una cosa es la idealización del deseo (el
amor) y, otra muy distinta, el deseo de
idealización, o sea, la neurosis obsesiva. En este punto, podríamos decir
que una cosa es el amor y, otra muy distinta, es el uso resistencial del amor. Las mega hazañas neuróticas del orden
del ranking, los acting outs, la creencia en LA mujer… El amor siempre tiene algo de locura. La neurosis
obsesiva, siempre algo de pelotudez.
La
idealización conlleva cierto velamiento de la falta, del deseo y de la
castración. Pero hasta aquí estamos en el terreno del amor, puro y simple. Mas,
el neurótico, es un militante del Ideal. ¿Qué significa esto? La posición
neurótica implica la no-aceptación, la no-asunción de dicha falta, de dicha
castración y de dicho deseo. Es por esto que aparece el “Yo deseo” (fantasma
neurótico). Pero así, el sujeto le escapa tanto más de lo que lo sujeta a la
castración y que es su ser de a. Comandado
por el deseo de idealizar la falta, el
neurótico le escapa a la misma, se desimplica, aún cuando parezca
súper-implicado en lo que le pasa y/o en lo que hace. Piénsese en esos
pacientes que no paran de quejarse de su sufrimiento, lo cultivan con evidente
alevosía y lo elevan a una categoría cuasi imposible, divina y especialísima.
Recobran algo del narcisismo infantil perdido a través del dolor. Rechazo de la
posibilidad de la singularidad y detención en la excepción.[6]
Pensemos
un poco en la relación entre partenaires:
“El enamoramiento consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto. Tiene
la virtud de cancelar represiones y de restablecer perversiones. Eleva el
objeto sexual a ideal sexual. Puesto que, en el tipo de apuntalamiento (o del
objeto), adviene sobre la base del cumplimiento de condiciones infantiles de
amor, puede decir: se idealiza a lo que cumple esta condición de amor.”[7]
Es decir, se idealiza lo que se articula a la satisfacción del goce
inconsciente. Idealizar la falta es, simplemente, creer que el siempre contingente
partenaire es, en realidad, necesario
cuando lo único necesario allí son
las condiciones de goce y de deseo inconscientes que se registraron en ese partenaire. El amor introduce esta
ficción. Ya estaba escrita su presencia en mi vida, nuestra junción estaba “predestinada”.
El otro real deviene especial y confina con el objeto de mi deseo, o sea, con
mi falta. Se trata de una ilusión de reencuentro con nuestra mitad perdida,
ilusión de fusión sin resto, de completitud. Dice Freud: “… un amor dichoso
real responde al estado primordial en que libido de objeto y libido yoica no
eran diferenciables.”[8]
El amor, como engaño que nos permite poder-hacer con el deseo, siempre introduce
algo de este orden. Pero, insistamos, es un engaño que nos permite poder-hacer con
el deseo: tiene la virtud de cancelar represiones y de restablecer perversiones
(satisfacción pulsional directa).
Pero,
¿qué sucede cuando lo que opera es, en cambio, el deseo de idealización? Esta armonización imaginaria puede
transformar al partenaire en la Cosa,
lo cual tarde o temprano se volverá siniestro (unheimliche). Lo incestuoso se presentifica allí donde la
contingencia y el no-saber con y del partenaire
son renegados. Muchas de las vicisitudes amorosas de la vida humana nos ponen
de cara a esta coyuntura sintomática insistente. Cuanto menos se soportan los
amantes en su ser de a, como causa del deseo de su partenaire, cuanto menos lugar hay a la
contingencia, a la diferencia y al movimiento, en definitiva, a lo irreductible
del deseo del Otro, mayor lugar a la
idealización mortificante ligada a I(A), trayendo esto como corolario una
pauperización del erotismo, coligada al crecimiento del malestar (síntoma,
inhibición, angustia). Repetidas consecuencias de pretender una relación amorosa
ligada al hedonismo del yo. Se abre
la puerta así a la rivalidad especular y a la junción sintomática que puede hacer
del otro una surmoitié[9].
Sin lugar para el misterio irreductible que introduce a, el partenaire puede encarnar
nuestra superyó-mitad (lo cual es más bien una regresión del I(A) a aquel punto de no-redoblamiento paterno, como
mero S1 feroz y estragante). El amor ha virado hacia lo infernal. Sartre decía: “Un amor
infernal (…) busca subyugar una libertad para refugiarse en ella del mundo.”[10]
Los proyectos de la pareja se vienen a pique, el deseo se empasta en relación
al partenaire comenzando a
manifestarse como aburrimiento deseante de otra cosa (aparecen terceros, nuevos
u olvidados), sólo queda pelear o escapar (el deseo como defensa frente a lo
peor). Pasajes al acto, acting outs… consultas al analista, en el mejor de los
casos.
Pero,
insistamos, no es lo mismo idealizar el
deseo que el deseo de idealización.
Lo primero, el amor, no conduce necesariamente a lo siniestro y a la coagulación
del deseo en el goce mortificante. Pues, en el amor, puede estar en juego la
función del deseo en su apertura al deseo
del Otro. Pero en el deseo de
idealización, no, ya que su funcionalidad es precisamente anularlo. Uso resistencial del amor que pretende suturar
la carencia de ser. El neurótico, militante del Ideal, anda armado de un ser desgraciado, “de excepción”, en el goce
de la falta en plus (sin cesión de eso
que mejor no). Si Lacan señalaba que la psicoterapia conduce a lo peor, es
precisamente por esta utilización del amor en un sentido renegatorio y
resistencial. El psicoanálisis hace del amor, otro uso.
Ampliaremos
esas cuestiones en nuestra próxima entrega.
[1]
Lacan, J.; Seminario X. La angustia.
Paidós, Buenos Aires, 2007. Pág. 131. Subrayado nuestro.
[2]
Lacan, J.; Seminario XI. Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 2007.
[3] Lacan, J; Op. cit. Subrayado nuestro.
[4] Lacan, J; El Seminario V. Paidós, Buenos Aires, 2005.
[6] Véase:
Langelotti, L.; “La singularidad: metáfora de la carencia-de-ser” en Fuegos del sur, psicoanálisis en movimiento.
http://www.fuegos-delsur.com.ar/La%20singularidad%20metafora.htm
[7]
Freud, S. (1914); “Introducción del narcisismo” en Obras completas.
[8]
Freud, S. (1914); Op. cit.
[9]
Neologismo de Lacan que condensa superyó y mitad.
[10] Sartre, J. P.; San Genet, comediante y
mártir.
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