Este acto extrae su
certeza de la angustia que supone ocupar el lugar del Otro al cual se dirigen
las demandas del analizante en tanto exigen imperativamente una respuesta por
el sufrimiento que supone la neurosis. Para el Lacan, el sujeto es el
sujeto-sujetado, efecto del significante, dividido entre el saber inconsciente
y la verdad del deseo que allí se articula, pese a no ser articulable. La prohibición
del objeto impone desearlo. Ese objeto primitivamente interdicto –para el caso,
la madre fálica- ese esa Cosa misma
tan imposible como el Soberano Bien de la ética aristotélica. La posición
freudiana acerca del placer al que tiende el deseo, descubre el destino fatal de
la omnipotencia infantil, si lo elegido es el ser y no el sentido. El sentido
sólo es pensable por la vía de la articulación significante que es, a la vez,
causa material del sujeto del deseo inconsciente. El ser remite a la alienación
en la que entra el niño, en vías de su constitución como sujeto, si queda
petrificado al rechazo del pensar. Si no hay lugar para faltar en ser (el “yo no
soy” de la elección forzada o vel), entonces impera el “yo no pienso” que
equivale a quedar bajo el dominio del Ello.
Donde
ello era debe advenir el inconsciente. Esta operatoria está sostenida en el
deseo del psicoanalista, cuya ética no es el revés moral de la Cosa primitiva –que,
a fin de cuentas, impone desearla- sino la animación de una cosa Otra, del
deseo de Otra cosa. Este corrimiento supone que el sujeto debe abandonar cierta
posición de goce fantasmática en la que completa la falta del Otro
identificándose al objeto que la colma. Lo siniestro remite siempre a lo
familiar. La angustia supone perder la posibilidad misma de perder por cuanto
la condición de toda elección es justamente esta última. La angustia de lo
siniestro, entonces, es quedar engarzado como falo del Otro sin recursos,
desamparado, indefenso ante la presencia más absoluta y/o la ausencia más
radical de la otredad, de la cual a su vez el infans depende para su
advenimiento deseante. El asunto es relanzar la conexión con lo que, en el
campo del Otro, es del orden del deseo. Ahí es donde aparece el objeto a en toda su potencia separadora. El
valor de verdad que la ciencia forcluye radica en este objeto del que el
psicoanálisis no se pretende tampoco como su ciencia, precisamente, porque es
estructuralmente insabido e insabible. Sólo hay matema y logicización pero
fallida, ligada al impasse.
El
sentido inconsciente abre una vía inédita para pensar la solución del síntoma.
El destino es el ser del ello. Todo análisis supone una segunda ocasión para
reescribir lo que se jugó más del lado del goce –la falta de la falta- que del
deseo, sin aspiraciones ideales ni pronósticos de manual. La transferencia es
la operación verdad que conduce hacia lo imposible de saber en lo tocante al
ser sexuado y al ser para la muerte. El sujeto del psicoanálisis se constituye
por identificación al significante, pero esto no supone identidad. El sujeto no
es el sujeto. Tampoco el objeto perdido que lo causa desde el más allá de la
escena mundana. El sujeto como efecto radica en la dimensión del discurso. El
discurso del analista se diferencia de los otros tres en que el goce no supone
aquí ningún valor a acumular ni a producir y solamente a descartar, a restar, a
acotar, a perder definitivamente. Quedar pegado a la monada primitiva del goce (psicosis)
o a su sustitución fantasmática (neurosis), equivale a la destrucción del deseo
y es hacia allí que lo más mortífero de la repetición tiende, a saber, la
pulsión de muerte. ¿Cómo puede la muerte pulsionar (latir)? ¿No es
contradictorio esto? No lo es, desde la perspectiva de que lo que late,
pulsiona, insiste es la cadena significante en sus efectos atomizantes,
englobantes, condensatorios, desplazatorios, mortificantes.
La
muerte late en el ser hablante y eso es la realidad sexual del inconsciente de
la que el síntoma porta cierta referencia. Es el goce que mejor no. También dijo Freud que el empuje es constante. En este
sentido, quizá podamos pensar que los latidos pulsionales son la insistencia de
una falta que demanda satisfacción. El asunto estriba entonces en considerar si
ese pulsionar debe ser satisfecho de manera inmediata o si es menester
introducir un coto de insatisfacción e imposibilidad, inclusive de miedo
(fobia) en el sentido de parapetarse de
lo que sería la anulación misma del campo de la demanda y por ende del lenguaje
y la palabra donde nuestro sujeto se sostiene.
En
última instancia es el analizante quien instituye el lugar de analista, casi
como un equivalente de las otras formaciones del inconsciente, con la salvedad
de que aquel no tiene un sentido pero sí un deseo. Ese deseo promueve la cura
no sin contemplar las elecciones que, cada vez y cada vez, hará el paciente en
relación a su tratamiento. Allí hay toda una dimensión de implicancia y
responsabilidad subjetivas ligadas a lo que se quiere y no se quiere ver, es
decir, referidas a qué tanto se soporta la castración entendida
fundamentalmente como no-saber, como impotencia del ego para saberlo todo de sí,
y en especial, para comprender que más allá de sí pero en él, habitan esas
marcas desde donde ello habla, y que dicen acerca de lo que se es como sujeto mucho
más de lo que el narcisismo imagina.
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