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Ciudad o Desierto




¡Vuélvete a tu soledad, hermano mío, y llévate tus lágrimas!
Yo amo a quien quiere crear algo superior a él, y por ello perece.

F. Nietzsche,
Así habló Zaratustra, “Del camino del creador”.

El «espíritu libre» [Freigeister], pretende torcer la poderosa mano del Saber establecido como Eterno y Omnipresente. Dicho saber, es una articulación significante que escribe con lápiz incoercible y de hierro, pero debe ser erosionado (como dice Lacan del superyó) para que pueda advenir, así, lo diferente, lo im-pensado. Lo diferente sólo puede advenir diciéndole que “no” a lo Mismo. Uno de los lugares más comunes donde el yo – nuestra identidad imaginaria – se mantiene a resguardo, es en la ilusión que plantea una dicotomía entre sujeto y objeto. A este respecto, tanto el pensamiento crítico como el psicoanálisis, necesariamente conllevan como praxis un desprendimiento irreductible de esa quimera puesto que, como consecuencia de un trabajo espiritual en relación a sí-mismo [Selbst], la subjetividad deviene la cosa a tratar, es decir, a interpelar, a transformar, a interrogar, a reducir y eventualmente a expandir (aunque tal vez lo que se expanda sea la relación del sujeto con el mundo). En relación a esa renuncia, el filósofo Oscar del Barco dice:

“Para la filosofía [moderna] pensar implica esencialmente alguien que piensa y algo pensado; el pensamiento viene a ser un puente entre un sujeto y un objeto que están separados por un abismo insuperable. Cuando se produce la abrupta apertura (llamada iluminación) lo que cae es el sujeto sustancial y el objeto sustancial, y lo que queda es el puente, un puente sin apoyaturas: si no hay nadie que piense y nada que pensar, lo que queda es ese pensamiento-sin-pensamiento. ¿Cómo decirlo si precisamente decirlo es no-decirlo?”[1]

Y un poco más abajo, el mismo autor afirma:

“Los viejos maestros, mucho antes que el Buda, con el Buda y después del Buda, lo dijeron miles de veces y en todas las formas posibles, y después lo escribieron en innumerables textos (…). Lo dijeron, por supuesto, para salvar a los hombres, para “redimirlos” como afirmó Jesús. Pero salvarlos implicaba e implica una transmutación radical; no es hablar para tranquilizar a cada uno en sí mismo, para dejar todo tal como está: la tranquilidad, la comodidad, la seguridad del hombre, cada uno fijo en su lugar; precisamente es el no-lugar, el no-sé; y para ese logro es necesaria una mutación, una suerte de potlach donde lo sacrificado es el sí-mismo en cuanto sujeto. Aceptar esa muerte, vivirla, consumarla…”[2]

Aquí encontramos una clarísima referencia algo que creemos central en nuestro desarrollo. Ese sacrificio del Ser, esa separación o desdoblamiento de sí que, cual piel que ha cumplido un ciclo, arroja al yo pasado hacia las profundidades de lo perdido. Semejante a un Camello transita el desierto, el espíritu sufrido, en tanto se supedita a los mandatos del Gran Otro – o “de la demanda” - y a su implacable «Tú debes»: “Pero en lo más solitario de ese desierto se opera la segunda transformación: en león se transforma el espíritu, que quiere conquistar su propia libertad, y ser señor de su propio desierto.”[3] La pusilanimidad y la “obediencia debida” (¿obediencia-de-vida?) del espíritu en su forma Camello debe ceder lugar a la voluntad del León que puja por su crecimiento: “Para crearse libertad y oponer un sagrado no al deber – para eso hace falta el león.”[4]   

Como se ve, estamos estableciendo un gran esfuerzo en alejar al pensar crítico de cualquier concepción cognitivista. Hay una fuerte tendencia a destacar al PC como una suerte de “habilidad” mental, acorde a una ideología epocal meritocrática e individualista, donde se busca enfatizar la eficacia y la eficiencia de una lucidez… al servicio del Sistema liso y llano. Pues bien, acá tratamos de llevar el pensamiento crítico de vuelta a sus orígenes (mismo movimiento que hacer con el Psicoanálisis), a saber, en tanto vinculado con una dimensión a la que podríamos llamar ética. Espiritual y no tecnocrática. Deseante y no pulsional (robótica, maquínica, circular).

Siguiendo esta línea, quisiéramos introducir un esquema que, creemos, puede servirnos para pensar algo de lo que hasta aquí venimos desplegando. El esquema, al que podríamos llamar “Desierto – Ciudad”, es el que sigue:   




¿Cómo podemos leerlo? El mismo ya es una lectura, ciertamente. Pero podemos releer la lectura, no obstante. El pensamiento, en general, podemos definirlo operativamente como la palabra del otro de los primeros cuidados internalizada, ya que no existe pensamiento sin lenguaje y el lenguaje es, justamente, aquello que el “otro auxiliar” o “de los primeros cuidados” introduce, más allá de la satisfacción originaria de toda necesidad natural o precisamente a través de ella. Captura por el lenguaje que deja al viviente en posición de objeto, de pasividad (inclusive de resto de esa misma cadena discursiva), que plantea la cuestión de una «alienación» o Bejahung [inclusión], “admisión en el sentido de lo simbólico”[5], en la cual el significante lo marca irreductiblemente, obliterando su naturalidad, desviando sus necesidades y perturbando su biologicidad pura. Dice Nietzsche en su Zaratustra: “Casi en la misma cuna se nos provee de palabras pesadas y de valores pesados: «bien» y «mal», así se rotula tal patrimonio. Y sólo en razón de él se nos perdona que vivamos.”[6] A su vez, el pequeño viviente irá alineándose con (y alienándose a) el sentido del Otro primordial. El Otro materno primitivo es el dueño de las significaciones y la ley que supone la presencia de lo simbólico en lo real está enteramente en su propio capricho. El Otro es el lugar de la Verdad. También del Poder. Pero tiene una falta…

A través de lo que Freud dio en llamar “Complejo de castración” y que J. Lacan retoma con su “metáfora paterna” de los años ´50, el Padre posibilita la emergencia del sujeto como sujeto del deseo inconsciente, más allá de ese lugar originario en relación al discurso del Otro que es el de objeto de goce. El Complejo de castración, en tanto motoriza la represión del Edipo, hace a la constitución del inconsciente como tal. Lo que queda como pensamiento yoico no será, ergo, más que el residuo del “genuino” pensar por cuanto sólo se pensará aquello que no entre en desarmonía con los ideales morales y estéticos a los cuales el yo se halla supeditado, una vez atravesado y reprimido el Edipo. El yo no es más que un conjunto coherente de representaciones que se adecúan al Ideal del yo, heredero de este Complejo referido. El yo, llega Lacan a definirlo como un “discurso sobre la realidad”, definición que acentúa el carácter significante - lenguajero - de su sustrato, allende la consistencia imaginaria del mismo. Entonces, aparte del pensar yoico como armonía significada y sintónica con el Ideal, la sujeción a los significantes englobantes del Otro de la demanda. Sujeción que Lacan matematiza así: $ ◊ D. Por consiguiente, podemos conjeturar, que pensar críticamente implicará, en un primer momento, ir más allá del pensar yoico, mas para confrontarse con el pensar en tanto sobredeterminado por el discurso del Otro, de manera tal que el sujeto pueda des-identificarse a esas marcas originales, a esos significantes-amo. Letras de goce a las que debe dejar de suponérseles (articulárseles) un Saber, un significado, para pasar a entenderlas como un punto parasitario e irreductible propio del hablanteser. El pensamiento crítico vendría entonces a operar, al igual que el psicoanálisis, como el discurso que altera un orden de fijeza, de rigidez, de sujeción al lenguaje.        

Sigamos leyendo el esquema. Los enunciados o dichos como cadena o conjunto constituyen una Totalidad fija que se pretende inalterable, inmutable, imperecedera. Hay una fetichización de esos elementos que los vuelve absolutos. A partir de estos, se instaura un “Bien” y un “Mal” que hacen, a su vez, a un principio del placer en donde se despliega la incansable siesta del ego. El placer yoico, narcisista, fálico, es efecto de la posición acomodaticia del yo a los ideales consagrados, tanto más eficaces cuanto menos conscientes son. Pero es placer yoico, vale destacar, lo cual implica que esto no necesariamente es placentero o benéfico para esa otra dimensión a la que llamamos sujeto. Del mismo modo, será en el yo en donde la emergencia de lo atinente al sujeto hará ruido como malestar. El malestar da cuenta de un deseo reprimido que busca manifestarse, como puede, por entre medio de tanta mortificación por lo ideal. Por eso Freud, ubica en las formaciones del inconsciente (terminología de Lacan), la evidencia del inconsciente, por cuanto las mismas dan cuenta de un terreno ajeno al predominio del narcisismo y de los Ideales en los cuales éste se ampara. De este modo, en la lectura que proponemos, Moral, Teoría, Saber, interpretaciones consolidadas, etc., hacen al “piso inferior” del esquema anterior, es decir, a los enunciados o dichos. Pero, ¿por qué “La ciudad”? Dice Nietzsche en su Zaratustra, al articular la voluntad-león con la del «hombre veraz»:

“Liberada de los placeres del esclavo, redimida de dioses y adoraciones, impávida y aterradora, grande y solitaria: así es la voluntad del hombre veraz. En el desierto han vivido siempre los veraces, los espíritus libres, como señores del desierto, mientras que en las ciudades viven los sabios célebres y bien alimentados: son los animales de tiro.”[7]

De este modo, la enunciación, o sea, desde dónde esos enunciados son pronunciados, se presentará como un más allḠcomo un “exceso” o un “desborde” a dicha totalidad. Si los enunciados hacen a un “Todo” coherente y armónico, la enunciación, a nuestro entender, desde luego, implica la falta, la in-completitud de ese conjunto que se creía pleno, la falla en ese “texto” que se sostenía intachable. Por eso, el pasaje a una interpretación o a una lectura, implica algo muy preciso: un duelo (en su doble acepción, es decir, tanto como trabajo simbólico de aceptación o asunción de una pérdida así como desafío), el cual, por lo demás, no es sin angustia.


[1] Del Barco, O.; “Mata al buda” en Diario Página/ 12 edición impresa del 27/9/2012, sección Psicología. On-line: http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-204290-2012-09-27.html
[2] Del Barco, O.; Op. cit.
[3] Nietzsche, F.; “De las tres transformaciones” en Así habló Zaratustra, Madrid, Ed. Sarpe, 1983, pág. 42.
[4] Nietzsche, F.; Op. cit., pág. 43. 
[5] Lacan, J.; op cit. Se puede jugar con la ambigüedad de la expresión: ¿inclusión del significante en el viviente o inclusión del viviente en el significante? La primera manera de plantearlo, nos permite pensar en el golpe del lenguaje sobre la carne del cachorro humano, la exterioridad parasitaria y enajenante. La segunda, no obstante, tiene su valor, ya que nos lleva a pensar en la imposibilidad estructural de que el viviente cuaje perfectamente con algunos de esos significantes del Tesoro que lo preceden antes de su nacimiento (biológico). Quizá aquí también podamos utilizar ambas ideas para pensar en una cierta temporalidad lógica: primero hay un golpe del lenguaje sobre el viviente, mas, luego, ese conjunto de significantes que lo capturan y lo sujetan en su biologicidad, debe plantearse como dando lugar en el sentido de un alojamiento por parte del mismo a eso innombrable que hace al viviente como tal. Este alojamiento¸ este hacer-lugar, nos lleva a pensar en la cuestión del Complejo de castración en Freud y en la metáfora paterna de Lacan, en donde la «castración primordial» del viviente por el hecho de estar inmerso en un “universo” de lenguaje es leída por el significante del Nombre-del-Padre en tanto punto de capitón que le da una significación fálica. Al situar el sentido de la falta, el Padre le da un lugar al sujeto como sujeto de la falta: algo no se puede, de manera tal que el “no”, signo propio de la represión, se transforma en una herramienta, un recurso para hacer-con lo imposible (el goce). La metáfora paterna significa lo imposible como prohibido y esta Ley no-caprichosa (como sí lo es la Ley primitiva materna que se pretende ilimitada) aloja al viviente como sujeto, a condición de ya no ser el falo de la madre, aquello que la completa imaginariamente. Se trata de la inscripción de la pérdida estructural, movimiento que la torna subjetivable (el falo pasa a ocupar el lugar del objeto perdido y toda pérdida será entendida a partir de allí como pérdida fálica, vertiente simbólico-imaginaria de la castración, la cual debe orientarse en la cura hacia lo real: más allá del falo, la angustia, el objeto a y el deseo del Otro en tanto tal). 
[6] Nietzsche, F.; “Del espíritu de la pesantez” en op. cit., pág. 217.  
[7] Nietzsche, F.; “De los sabios célebres” en op. cit., pág. 123-2. Subrayado mío.

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