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PARA UNA ÉTICA




Se anuncia una ética, convertida al silencio, por la avenida no del espanto, sino del deseo: y la cuestión es saber cómo la vía de la palabrería de la experiencia psicoanalítica conduce a ella.[1]

¿Qué puede significar una ética del deseo? Como primera cuestión es fundamental pensarla como diferente de una ética de los placeres. El deseo no tiene nada que ver con el placer. No es del registro de la armonía, de la plenitud, de la satisfacción, de la posibilidad de gozar. El deseo no remite al goce si no a su ausencia. Sólo podemos desear desde la carencia en gozar, desde el abandono a toda pretensión de completitud y consistencia. El deseo es pregunta y puntuación. O sea, también implica respuesta, sólo que esa respuesta que comporta el deseo no equivale a nada del orden sustancial, ultimísimo, articulable. En todo caso, la verdad del deseo es una “verdad sin verdad”, es la verdad de la falta en ser del sujeto que habla.
Frente al vacío de Dios o frente al hecho de que sus mandamientos son palabra, lo que resta no es más que la fe del hombre en ese decir, pero también puede serlo en su castración (la propia), lo que equivale a no perder la causa del deseo. Tener fe en la propia carencia, salir de la sombra imaginaria que solicita admiración, abandonando los ideales que sostienen esa ontología alienada que es el yo. Una ética del deseo es una ética apoyada en la cuestión del sujeto en cuanto que irreductible a sus identificaciones imaginarias y/o simbólicas, de modo tal que es una ética que pone en juego un real. Lo real del deseo del Otro.
La perspectiva ética introduce al campo del Otro en cuanto que barrado, atravesado por la falta. No hay Otro del Otro que garantice como definitivas las demandas heredadas, su sentido, su realidad. Petrificarse allí es a los fines del goce, es decir, solamente responde al hecho compulsivo de una repetición siempre fracasada y que hunde al sujeto en una insatisfacción y una imposibilidad cada vez mayores. La neurosis, como posición del sujeto ante la castración –propia y del Otro-, supone esta coartada. Una alienación fantasmática a lo que se supone es goce del Otro (en el doble sentido). A lo que se supone que el Otro me demanda. Un hacerse objeto de esa demanda, ponerse a pedido-de, a merced-de o ilusionarse con su objetivación, siempre imaginaria. De lo que no quiere saberse nada, es de lo respectivo al deseo en el Otro. O sea, la castración materna se patentiza por una angustia desbordante donde todas las certezas caen y peligra el ser mismo del sujeto en tanto falo. Ese ser-uno-excepcional.
Pero esa tragedia donde el ser fálico cae, es un instante, un paso, un momento absolutamente necesario. Allí algo se delimita constitutivamente. Eso no quiere decir que de manera radicalmente definitoria, pero lo cierto es que cómo se transita esa caída del Otro, cómo se responde frente a la carencia en ser del Gran Otro, tiene consecuencias decisivas. Se trata de lo que Freud llamaba “fijación al trauma”. El yo, el fantasma, el síntoma vendrán a intentar salvaguardar la falta ante ese real crudo, poniendo una distancia, introduciendo un límite, algo pensable como una metáfora que llamamos paterna porque impide que el goce del Otro aplaste del todo al proto-sujeto. El agujero no es lo Real en tanto tal. Es un real circunscripto por la cadena significante. Hay que impedir que se tapone ese agujero.  
Si la jugada clínica que introduce el psicoanálisis es ética, además, esto se debe a que rechaza cualquier idea fantasmática de “adaptación”. Lo que hace sufrir al hombre es precisamente su excesivo estado de adaptado, su incapacidad para desbordar la huella, su dificultad para sortear la traza, para desmarcarse de la hipoteca gozosa que la Cultura a través de la familia y sus padres le ha trasmitido. De ese malestar no se sale justamente por la vía de una intensificación de su causa material, esto es, por la vertiente de una inyección segunda de nuevos significantes-amo. Al contrario, la liberación del sujeto remite a que éste pueda desprenderse, desasirse, separarse de ese Otro. Pero sin embargo que el sujeto pueda empalmarse a la tierra del deseo sólo es posible en la medida en que un Otro le eche una mano. Esa ayuda es su propia castración, su falta y –acaso- su amor… Por lo pronto, desde luego que su deseo, inclusive en lo perverso de éste, en su “degeneración”, como dice Lacan cuando critica la inoperancia del padre de Juanito.  
El deseo del analista también es perverso, en cierta medida, en tanto y en cuanto es parcial, busca una cosa específica y no el Todo: analizar. También es polimorfo, porque el analista al menos algo sabe, y es que no existe manual alguno sobre cómo conducir una cura. Cualquier ocurrencia está permitida desde el punto de vista interpretativo. Transferencialmente hablando, pagamos con nuestra persona y esto es posible en la medida en que no creemos en la personalidad. Esa identidad no existe, está perdida o en todo caso es la sombra imaginaria en la que el hombre se adormece. Finalmente, aceptamos que lo esencial de nuestra acción sea evanescente, huidizo, escurridizo como nuestro propio objeto que es el sujeto. Nuestro pensamiento es una acción que se deshace, lo que nos lleva a repensarla que es lo mismo que decir pensarla críticamente para tratar de entenderla. El pensamiento psicoanalítico es un pensamiento en movimiento, un pensamiento crítico y este es una ética que confluye con la del analista. Por eso, al final del recorrido, vuelven a encontrarse ética y psicoanálisis. Para una ética… ¿qué ética? Solamente una que abandone su juicio íntimo, que no sea moralista, que conciba que la Cosa no es juzgable pero sí tratable. La praxis psicoanalítica, sostenida en esa ética, interviene lo real desde lo simbólico. En esto vuelve a confluir con el pensar crítico que tiene teoría y un costado práctico. El pensamiento crítico es la “razón práctica”, pero no la kantiana, si no la razón desde Freud, que es la instancia de la letra en el inconsciente. La letra es de goce hasta que, al hablarla, se evaporan sus efectos mortíferos. De esa manera, la clínica analítica permite reescribir la historia. Es una segunda oportunidad para posicionarse como protagonista.            


[1] Lacan, J. (1958): “Observación sobre el informe de Daniel Lagache: ´Psicoanálisis y estructura de la personalidad´.” en Escritos 2, Siglo XXI ed., Buenos Aires, 2008. Pág. 650-1.


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