El psicoanálisis es un camino
hacia el verdadero decir. Verdadero decir hecho de actos. Actos que dicen de un
recorte del Todo y de la Mismidad, en el sentido de una interpretación que se
hace Vida, más allá de la indiscriminación primitiva que nos mantiene cautivos
de caprichos anónimos y masivos. El trayecto analítico es hacerse cargo de que
nunca hemos dejado de jugar. Sin saberlo, jugamos un juego olvidado que nos
entorpece el actuar por fuera de los carriles de ese juego basado en reglas
pretéritas. Recuperar el juego, ser agente del mismo y no su juguete, jugar más
acá del principio del placer. Recuperar también el amor. El amor es robado por
el fanatismo, deriva clásica de lo pulsional en su fijeza. Un amor que esté más
del lado del deseo, esto es, de lo que sí tiene ciertas condiciones, cierto
precio. El amor, en su faceta incondicionada, pretende una entrega plena y
necesaria, al estilo naturalista. Recuperar el amor como error, como cosa
inútil e innecesaria, casual, contingente. Lo contrario del amor infernal, del
enclaustramiento aplastante. El psicoanálisis, al ser un despliegue del
saber-hacer con esa fijeza-a-romper, con esa tenaza a abolir, implica la edificación
poética de una posición frente al mundo, asumir un lugar, tomar partido,
jugársela. No es sin consecuencias. El precio a pagar es afrontar la realidad
aún en su crudeza. El discurso sosegador, el optimismo del “poder es querer”,
del “imposible es nada” y el “sólo hazlo”, etc., respecto de la realidad asume
una posición de “mejor mirar para otro lado.” Desde luego que esto no
transforma la realidad, al contrario, contribuye a que empeore. Por eso lo
interesante del juego, del amor, del creer, es que dejen de servir de soez pretexto
para no ver aquello que convendría ver para poder así transformarlo. El verdadero
decir subvierte el ronroneo y el canturreo de pajarillo de uno mismo como adormecido.
Conlleva mandarse y ceder del ser que gesta la aprobación o desaprobación de la
mirada del otro. Vaciarse de cierto saber y reírse de las solemnidades que
otrora se veneraban. Mutar rigurosidad por seriedad. Trocar el deseo de respuestas
por el valor de la pregunta. Conquistar el placer del silencio, de ese silencio al que sólo da luz la palabra verdadera, el verdadero decir. Asombrarse es una
experiencia posible que el análisis habilita y esto produce un crecimiento
interesante. La lógica del narcisismo se anuda a la vertiente comercial posmoderna
donde el placer del asombro está regido por los objetos tecnológicos
(principalmente) que todos pueden (deben) consumir. Pero lo que se consume (se pierde) al
consumir de lo Mismo, eso que es deseable para todos, es lo significativo para
cada cual, el asombro singular. El asombro general hacer mierda el asombro
singular. Para decirlo mal y pronto, pero con cierta contundencia: cuando me
abstraigo hacia ese placer que me singulariza y que marca mi diferencia,
entonces, ¡qué carajo me importan el Blackberry,
los goles de Messi o las tetas de tal o cual modelo!
Introducción Jacques Lacan representa un retorno crítico al pensamiento de Freud. Cuando decimos “crítico” lo oponemos a “ingenuo”. ¿Qué sería un retorno ingenuo? Un retorno ingenuo sería repetir religiosamente los enunciados de Freud sin cuestionarlos ni elaborarlos. De este modo, Lacan representa una elaboración del legado freudiano, una lectura o interpretación del mismo. ¿Con qué sentido? La producción lacaniana apunta, desde el inicio, a revalorizar el descubrimiento del maestro vienés. Esta revalorización implica, tácitamente, suponer que ha habido una degradación. Una degradación de la palabra del fundador. Lacan sostiene que, de hecho, la hubo. Esta es su posición. Hubo una depreciación del descubrimiento freudiano y, en múltiples lugares de su obra, pero especialmente, en sus primeros escritos y seminarios, podemos ver la insistencia de esta posición: a Freud se lo degradó, se lo vulgarizó. Por ejemplo, en su escrito “Función y campo de la palabra y del lenguaje en p...
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