Introducción
Jacques Lacan representa un
retorno crítico al pensamiento de Freud. Cuando decimos “crítico” lo oponemos a
“ingenuo”. ¿Qué sería un retorno ingenuo? Un retorno ingenuo sería repetir
religiosamente los enunciados de Freud sin cuestionarlos ni elaborarlos. De
este modo, Lacan representa una elaboración del legado freudiano, una lectura o
interpretación del mismo.
¿Con qué sentido? La producción
lacaniana apunta, desde el inicio, a revalorizar el descubrimiento del maestro
vienés. Esta revalorización implica, tácitamente, suponer que ha habido una
degradación. Una degradación de la palabra del fundador. Lacan sostiene que, de
hecho, la hubo. Esta es su posición. Hubo una depreciación del descubrimiento
freudiano y, en múltiples lugares de su obra, pero especialmente, en sus
primeros escritos y seminarios, podemos ver la insistencia de esta posición: a
Freud se lo degradó, se lo vulgarizó. Por ejemplo, en su escrito “Función y
campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, Lacan se preguntaba lo
siguiente: “¿Quiere decir que si el lugar del maestro queda vacío, es menos por
el hecho de su desaparición que por una
obliteración creciente del sentido de su obra?”[1] El
castellano habilita el equívoco con la palabra retorno. Retornar no es solamente
“volver” sino que también significa “reintegrar” o “devolver”. Lacan busca devolver a Freud lo que Freud nos
transmitió.
Empero, ¿qué nos transmitió
Freud? Muchas cosas, es cierto. Pero, ante todo, nos transmitió un modo especial
de posicionarse frente a los hechos de nuestra realidad humana, es decir, un pensamiento crítico. El psicoanálisis -
como la obra de Marx, de Nietzsche, de Foucault y de tantos otros pensadores -
representa una posición polémica y cuestionadora con relación al orden
instituido, es decir, con relación a las ilusiones, las falsedades y los vicios
mismos de la Cultura y del Hombre. Lacan, de este modo, es un pensador
subversivo que viene a incluirse a esta serie.
Pero es interesante considerar
que las principales críticas de Lacan no recaerán sobre la moralidad vienesa de
principios de siglo XX (como en Freud), sobre la organización capitalista de la
sociedad (como en Marx) o sobre la depreciación de la vida que, por ejemplo, Nietzsche
veía en acción en el cristianismo o en la filosofía occidental (metafísica). No.
La crítica de Lacan recaerá fuertemente sobre el psicoanálisis mismo, es decir,
sobre aquellos que vinieron posteriormente a Freud y dentro de los cuales se
encuentran sus contemporáneos, esto es, el psicoanálisis instituido y legitimado
epocal. En el escrito anteriormente citado, Lacan señalaba de un modo
singularmente controversial: “Para remontarnos a las causas de esta
deterioración del discurso analítico, es legítimo aplicar el método
psicoanalítico a la colectividad que lo sostiene.”[2] Con esta
cita basta para ilustrar esto que apuntamos, es decir, Lacan es un pensador
subversivo cuya crítica recae sobre el campo psicoanalítico mismo. De hecho, si
le prestamos atención a esta última cita, podemos ver que Lacan se propone interpretar el discurso analítico en su
deterioro como un síntoma de la
colectividad analítica predominante en la época.
Ahora bien, retomando lo que
inicialmente señalábamos, decir que Lacan es un regreso no ingenuo al pensamiento
de Freud, nos pone de cara no solamente a esta posición de denuncia sino
también a la faceta creativa del analista francés. De esta manera, podríamos
decir que Lacan es un retorno sofisticado,
elaborado, complejo, singular. Lacan representa una articulación heurística y
lúdica de elementos heterogéneos correspondientes a disciplinas foráneas al
psicoanálisis, en donde se producen agenciamientos y transformaciones propias
del pensador en cuestión. Y esto implica una trasformación y un avance del
psicoanálisis – no para todos, obviamente - sin precedentes.
Como puede intuirse, será dentro
de este movimiento de interjuego con otras disciplinas, con otros pensadores, con
otras lógicas, cómo Lacan irá armando su psicoanálisis, su retorno a Freud, su clínica. Filosofía, Antropología, Lingüística, Álgebra,
Topología, Lógica, Física, Literatura, etc., se darán cita de modos diversos en
distintos lugares de la enseñanza de Lacan, siempre al servicio de dar luz a
las encrucijadas propias del pensamiento psicoanalítico y de la clínica en la que
se sostiene. Es aquí, en este entrecruzamiento original, en donde daremos con elaboraciones
tales como: los tres registros, los esquemas (Lambda, Z, R, I, etc.), el estadio del espejo, el grafo del deseo, los
nudos, los discursos y – el tema que nos convoca especialmente – la metáfora
paterna, entre otras.
Para comenzar a desplegar el tema
que nos hemos propuesto abordar, estimamos interesante realizar previamente algunos
rodeos que nos posibilitarán llegar mucho más preparados a la cuestión y
apreciarla de un modo diferente, es decir, menos ingenuo. Por eso, nos
acercaremos brevemente, a algunas construcciones teóricas de Lacan que hacen de
antecámara a la temática de la metáfora
paterna.
Crítica de la relación de objeto: el Seminario IV
En Noviembre de 1956 Lacan
comienza a dictar su cuarto Seminario desde el comienzo de su enseñanza, en
1953. La temática a abordar, según el mismo Lacan lo señala en las clases
iniciales del Seminario, es la relación
de objeto, eje fundamental sobre el que se apoyan muchos contemporáneos del
analista francés para pensar lo central de la clínica psicoanalítica.
El origen de esta orientación, al
estar de Lacan, data de 1924 y está asociado a un personaje: Karl Abraham. En
tal fecha, el analista alemán – analista de Melanie Klein, para esa misma época
– publica “Un breve estudio de la evolución de la libido,
considerada a la luz de los trastornos mentales”. Según Lacan, la concepción de
Abraham “funda para muchos la ley misma del análisis, el marco de todo lo que
en él sucede, traza el sistema de coordenadas en el interior de las cuales se
sitúa toda la experiencia analítica y determina su punto de culminación, ese
famoso objeto ideal, terminal, perfecto, adecuado, presentado como si él solo indicara
el objetivo alcanzado, o sea la normalización del sujeto.”[3] Es
decir, Lacan ve en las posiciones de sus contemporáneos, apasionados de la
relación de objeto, continuadores no del pensamiento freudiano sino de la
posición teórica de Abraham.
Durante la primer sesión del Seminario que comentamos,
Lacan lee varios párrafos de una obra colectiva en donde esta convicción de que
lo nodal de un psicoanálisis pasa por la relación del sujeto con el objeto
queda perfectamente ilustrada. Por otro lado, aparece una preeminencia en el
discurso analítico que Lacan no deja de interpretar. Términos como “realidad”,
“Yo débil”, “Yo fuerte”, “adaptación”, “personalidad”, “felicidad”, “evolución
normal”, etc., se utilizan de un modo menos clínico que profundamente ideológico
haciendo del psicoanálisis una herramienta o un remedio eficaz para el conformismo
social, es decir, para redoblar la represión y nos lleva a la pregunta respecto
de qué ha sucedido, por consiguiente, con los orígenes precisamente inversos del
descubrimiento freudiano (como se sabe, Freud buscaba “levantar la represión”).
Lacan mismo señala esta situación: “El término de normalización introduce ya,
por sí mismo, un mundo de categorías bien ajeno al punto de partida del
análisis.”[4]
Ahora bien, lo que nos interesa subrayar especialmente de
este Seminario es aquello que Lacan dice respecto de la susodicha relación de
objeto. En principio, Lacan destaca como central tanto en el pensamiento
freudiano como en la clínica psicoanalítica misma, no la relación con el objeto
sino, por el contrario, la relación con
la falta del objeto. Lacan lo dice así: “Nunca, en nuestro ejercicio concreto de la teoría analítica, podemos
prescindir de una noción de la falta del objeto con carácter central. No es
negativa, sino el propio motor de la relación del sujeto con el mundo.”[5] Es decir, estimar que el
progreso del análisis consistiría en que el sujeto vuelva a encontrar al objeto
real - al cual no podría adaptarse como consecuencia de sus tenaces fijaciones
pregenitales, propias, por lo demás, de un “Yo débil” – es equivalente a
renegar que, en Freud, dicho objeto está perdido de entrada, es decir, que el
objeto “real” no existe, ya que no se reduce a ninguno de los objetos de la
realidad. Esta confusión entre la realidad y lo real, será, por otro lado, otra
de las denuncias lacanianas ubicable dentro de su retorno crítico y de la
discusión que él mantiene con sus contemporáneos. Lo real es, en efecto, uno de
los tres registros que hacen al pensamiento de Lacan. Los otros dos, lo
simbólico y lo imaginario, son las otras dos hebras determinantes que
configuran esta perspectiva clínica propia del analista francés, la cual no es
sin netas pretensiones de formalización, de simplificación y racionalización de
la experiencia psicoanalítica.
Pero, detengámonos un momento: ¿por qué hemos dicho que el objeto real
no es, pues, equivalente a ningún objeto de la realidad? Esto nos direcciona a
pensar el lugar que Lacan le da a ese otro registro y el cual para nuestra
temática nos interesa particularmente, a saber, el registro de lo simbólico. Creer
que el sujeto humano está en una relación directa con lo real, que su realidad
es equivalente y reductible a la realidad de cualquier otro ser viviente, o
sea, a un “entorno” o “medio ambiente” natural y biológico sin más, supone,
para el pensador francés, un desconocimiento radical de la transformación que
lo simbólico produce sobre toda existencia humana. Esto quiere decir que el
objeto del que se trata cuando hablamos del sujeto del psicoanálisis no es un
objeto real (natural). Una relación de objeto en lo real no sería más que la relación del sujeto de la necesidad con el entorno que lo rodea, al cual debería
adaptarse para sobrevivir.[6] Lacan estima que la base
de esta concepción (de una relación de objeto en lo real) está dada por la materialidad palpable de la relación madre-hijo.
Pero esta concepción dual y realista –
ambientalista, inclusive, que es un
término que posteriormente retomaremos – no contempla la genuina naturaleza del
objeto que está presente, no ya en el nivel del sujeto de la necesidad (el
“viviente”), si no en el nivel del sujeto del psicoanálisis. Este objeto, no es
Lacan quien lo destaca, si no el propio Freud, especialmente cuando se dedica a
pensar la génesis de la neurosis y el Complejo de Edipo. Se llama falo: “La noción de relación de objeto
es imposible entenderla, incluso ejercerla, si no se introduce el falo como uno
de sus elementos, no digo mediador (…), sino tercero.”[7] Y, de este modo, Lacan
introduce lo que él denominará como tríada
imaginaria:
Tríada, se entiende, en tanto no es un vínculo “de a dos” sino “de
a tres”. Pero, ¿por qué imaginaria? Podemos
ensayar distintas respuestas. En principio, porque el falo que Freud ubica como
determinante en las vivencias infantiles es el falo de la madre, el cual es, a
su vez, ese objeto que la madre no tiene en
lo real. El falo no es un objeto real, no es el pene.
Lacan entiende que la madre ocupa
el lugar del Otro. Al escribir Otro con mayúsculas, señalamos así que se trata
de un otro simbólico, es decir, de
una función, de un lugar. En líneas generales, podemos decir que el Otro
equivale al lugar desde el que se ejerce la función materna de significación de
las necesidades sin nombre del viviente en su llanto. Es decir, es desde donde
parte el sentido de las necesidades, desde donde las mismas son interpretadas.
Donald Winnicott introduce la
noción de objetos transicionales para
referirse a esos objetos que mediatizan, de algún modo, la relación del niño
con la madre, ese Otro primordial y que hacen a la subjetivación de lo real, a
la libidinización del mundo. Lacan sustituye transicionales por imaginarios.
De esta manera, el objeto imaginario, el falo, está en el principio mismo de la
estructuración de la realidad.
No es de otra cosa de lo que
hablamos cuando hablamos de libido,
puesto que la realidad humana es una realidad profundamente libidinazada, es
decir, falicizada o sexualizada. Podemos tomar estos términos como
equivalentes. Pero lo que sí es determinante entender es que esa libido, esa
sexualidad, ese falo, en principio, es de la madre. La constitución misma del
sujeto depende de los movimientos que se vayan produciendo en relación a dicha libido,
o para plantear las cosas más exactamente aún, en relación a ese deseo. El falo en cuestión no representa
otra cosa sino el deseo de la madre.
Esto explica, por otra parte, por
qué el niño tiende a la identificación con él. Podemos decir que el falo es el objeto
con el cual el niño imaginariamente
se identifica. Se trata del lugar simbólico que ocupa el niño en la estructura
pero también de la función que cumple en la economía
libidinal de la madre: un hijo es la compensación narcisista a su castración. Es
decir, el hijo ocupa un lugar simbólico (como equivalente, en la famosa ecuación niño = falo) pero cumple una
función imaginaria. De este modo, la satisfacción primitiva del niño se acopla puntillosamente
a la satisfacción fálica y narcisista de la madre. Entonces, hablar de tríada imaginaria¸ implica, de algún
modo, hablar del niño como objeto del goce y del narcisismo de la madre y,
también, de las vicisitudes de esa relación. Decimos vicisitudes porque no todo es tan unívoco y, como lo trabaja Lacan
en este mismo Seminario al referirse al caso Juanito, muchas cosas comienzan a alterarse en ese “paraíso del
señuelo” originario - donde el niño sólo busca contentar la sexualidad del Otro
- cuando se despierta su propia sexualidad, especialmente, su sexualidad fálica,
ahora sí estrictamente genital: “¿Qué es lo que cambia, si no ocurre nada
crítico en la vida de Juanito? Lo que cambia, es que su pene, el suyo, empieza
a convertirse en algo muy real. Su pene empieza a moverse y el niño empieza a
masturbarse. El elemento importante no es tanto que la madre intervenga en este
momento, sino que el pene se ha convertido en real. Éste es el dato bruto de la
observación. Entonces, podemos preguntarnos si no hay una relación entre este
hecho y lo que surge en ese momento, es decir la angustia.”[8] Ahí
comienzan, pues, los dramas, ya que algo viene a conmover la economía establecida,
ese orden instituido donde el niño entrampa a la madre haciéndole sentir que puede
colmarla, que puede darle lo que le falta. Lo que conmueve el camelo falicisista es la emergencia de
una nueva economía, podríamos decir, la atinente a la pulsión real del niño. Economía,
por otra parte, que deberá encontrar su propio territorio ya que hace a la
constitución misma del sujeto del deseo.
Pero, ¿cómo ha de salir el sujeto
de esta encrucijada a la que está sujetado cuando chocan ambas economías y en
donde la suya, precisamente porque desestabiliza la economía de la madre, es
mal venida, es decir, se ve rechazada, menospreciada? Aquí, Lacan es muy claro:
“El último año se lo indiqué – precisamente en este punto es
donde entronca el origen de la paranoia. En cuanto el juego se convierte en
serio, el niño queda completamente pendiente de las indicaciones de su partener.
Todas las manifestaciones del partener se convierten para él en sanciones de su
suficiencia o de su insuficiencia. En la medida en que la situación prosigue,
es decir que no interviene, por la Verwerfung
[forclusión] que lo deja al margen, el término del padre simbólico (…), el
niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mirada del
Otro, de su ojo. Pero dejemos al futuro paranoico. Para el que no lo es, la
situación literalmente no tiene salida, salvo la salida llamada el complejo de
castración.”[9]
La salida es el Complejo de
castración. Lacan, como decíamos, es muy claro en este punto. Pero resulta de
interés prestarle atención a lo indicado por él en este comentario del caso
Juanito. Lacan señala, como veíamos, que la situación de engaño del niño para con la madre se ve trastornada por la angustia
allí donde emerge la pulsión real del pequeño¸ situación que lo escinde
profundamente entre lo que el Otro quiere y lo que él puede ofrecer. El detalle
en cuestión que aparece en esta última cita es que, según Lacan, esa situación
de escisión angustiante y sujeción puede
proseguir o no. En el caso de la paranoia, pues, la misma, en efecto,
prosigue, en tanto se produce lo que el analista francés define como Verwerfung [forclusión] del padre
simbólico. En cambio, el corte, la salida que es el Complejo de castración
implica la presencia de dicho término. Ahora bien, ¿qué quiere decir forclusión del padre simbólico?
Para responder a este
interrogante debemos dirigirnos brevemente hacia las elucubraciones lacanianas
sobre la cuestión de las psicosis.
La cuestión de las psicosis: el Seminario III
“Les hablo de la metáfora paterna. Espero que
se hayan dado cuenta de que les estoy hablando del complejo de castración.”[10] De esta
manera, Lacan comienza su Seminario del 29 de Enero de 1958, es decir, dejando
en claro qué cuestión freudiana pretende recubrir con su metáfora paterna.
Ahora bien, si nos remitimos a lo
enunciado por el propio Lacan hacia el final de la última cita del punto
anterior, ya podemos anticipar que, hablar de la metáfora paterna, será
entonces equivalente a hablar de la salida
de esa situación de sujetamiento donde el niño se convierte en un “elemento
pasivizado de un juego que le deja a merced de las significaciones del Otro”[11], es
decir, objetivado por la primacía de la economía del Otro primordial, la madre.
Durante Noviembre de 1955 y Julio
de 1956, Jacques Lacan dedica especialmente su Seminario para abordar el
problema clínico de las psicosis.[12] Desde
luego, no es nuestra intención resumir exhaustivamente los problemas allí
abordados. Lo que nos interesa puntualmente es la tesis central del trabajo de
Lacan durante ese año, la cual le permite arribar a una distinción diagnóstica estructural donde las psicosis quedan cabalmente separadas de las neurosis. Pues bien, ¿cuál es la tesis central del trabajo de
Lacan durante ese Seminario? Lacan conjetura que en el origen del trastorno
psicótico ha habido, justamente, una forclusión
del padre simbólico:
“Se trata del rechazo, de la expulsión, de un significante
primordial a las tinieblas exteriores, significante que a partir de entonces
faltará en ese nivel. Este es el mecanismo fundamental que supongo está en la
base de la paranoia. Se trata de un proceso primordial de exclusión de un
interior primitivo, que no es el interior del cuerpo, sino el interior de un
primer cuerpo de significante.”[13]
Un primer cuerpo de significante
remite, sin más, al Otro primordial. La constitución de este Otro para un
sujeto dado implica, para Lacan, una inscripción
o inclusión originaria de elementos
determinantes, esto es, de significantes: “La noción de Verwerfung indica que previamente ya debe haber algo que falta en
la relación con el significante, en la primera introducción a los significantes
primordiales.”[14]
Es decir, la forclusión no es sino el reverso mismo de esa inclusión o
afirmación (Lacan se agencia del significante Bejahung presente en el texto de Freud “La negación”) primordial. En
el momento mítico de introducción de los significantes primordiales¸ en la
relación mítica originaria del sujeto con el Otro, puede suceder que un elemento
no quede incluido, admitido, sino por fuera, expulsado, rechazado, forcluido [verworfen].
No es otra cosa, pues, lo que
acontece, para Lacan, en el origen del trastorno psicótico con ese término que
es el del padre simbólico – como lo veremos enseguida, con mayor precisión aún,
al aproximarnos al Seminario V. No es inscripto, no es admitido, no es
simbolizado, no es incluido en el Otro primitivo. El mecanismo de la forclusión implica ese movimiento de
no-inscripción, es un rechazo más radical que la represión (Verdrangung) y que la negación (Verneinung). La represión freudiana
implica una desinvestidura de la representación inconciliable, es decir, un
desplazamiento del monto de afecto a ella ligado el cual pasa a una
representación de carácter sustitutivo. Es decir, la represión no implica su
rechazo radical. La negación, por su lado, da cuenta de la existencia de un
elemento reprimido. Represión e inscripción se hacen, de este modo, semejantes.
La represión implica cierta aceptación, da cuenta de un orden de inclusión,
como más no sea una inclusión fallida. La forclusión, en cambio, ni siquiera es
una inscripción fallida, sino que es la no-inscripción misma de la
representación inconciliable, es decir, una exclusión más enérgica y eficaz que
la represión (o que la negación, solidaria de ella), representa, pues, un tipo muy
distinto de mecanismo de defensa, con consecuencias totalmente diferentes al
jugarse en los tiempos constitutivos del sujeto.
Pero, ¿por qué las consecuencias
de esta forclusión del padre simbólico han de ser tan radicales para Lacan en
cuanto a dicha constitución subjetiva? ¿Cuál es la función de este padre
simbólico - o, como finalmente lo llamará, de este significante del Nombre-del-Padre
- en su pensamiento?
La forclusión del Nombre-del-Padre: el Seminario V
Resulta de interés no apresurarse
y seguir el camino que Lacan va realizando. Se trata de un autor que trabaja a
la par que transmite, que no da a conocer un saber ya acabado y cerrado, si no
que va impartiendo una enseñanza teórica a la vez que práctica, es decir, un
saber-hacer con los textos, con los conceptos, con las ideas. En esto podemos
decir que Lacan es un clínico, en el
hecho de que juega permanentemente con la praxis y con las construcciones
explicativas instituidas (inclusive las del mismo Freud), sin fetichizarlas
sino sirviéndose de ellas para desarrollar su lectura singular. ¿Qué sería, por
otro lado, fetichizar las construcciones
explicativas? Sería, básicamente, tomarlas como verdades absolutas e incuestionables,
es decir, repetirlas sin pensarlas, sin leerlas, sin trabajarlas, sin
apropiarse de ellas. Podemos leer el
deseo de Lacan, de algún modo, en su modo de proceder y de moverse con los
textos. Como Lacan lee, además, nos
da una idea de cómo Lacan analiza, esto es, de su posición como analista. Cierto
es que el lector no advertido – fundamentalmente, no-psicoanalista, pero no
sólo ya que no alcanza con ser psicoanalista para que esto no suceda - puede
caer fácilmente en una posición crítica vana: aquella que ve en Lacan, por
ejemplo, un tergiversador o un “impostor intelectual”, es decir, un personaje
que forzaría a piacere los enunciados
de otros autores y/o disciplinas, adaptando las cosas a su gusto y careciendo
de “rigurosidad” y de buena fe. O caer en aquella otra postura que al ver que
Lacan llega a decir de un mismo ejemplo tres o más cosas diferentes (y hasta
contradictorias entre sí), entonces, por ello, considera que se trata de un absurdo,
de un “barroco” (en un sentido peyorativo), de un embaucador. Empero, estas
discontinuidades, como decíamos antes, hablan del deseo mismo de Lacan. Podríamos
conjeturar, un deseo de inquietar, de subvertir, de desacomodar lo instituido y
esas posiciones acomodaticias habituales que pretenden capturar lo real de una
experiencia (que nunca se dejará atrapar plenamente en ningún tipo de
formalización) para adecuarlo a las propias pretensiones de teorización. Hechas
estas salvedades, prosigamos con nuestro desarrollo.
La Clase VIII del Seminario V,
dedicado a las manifestaciones simbólicas del inconsciente freudiano, aborda,
dentro de varias cuestiones, puntualmente la susodicha forclusión del Nombre-del-padre. En esta ocasión Lacan se sirve de
otros elementos para repensarla. En especial, se sirve de otros autores. Ellos
son: Gisela Pankow y Gregory Bateson. Ambos estudiosos de la génesis y de la
fenomenología del trastorno psicótico. Las preguntas que tenemos que tener
presentes para entender esta aproximación de Lacan a los autores son: ¿Qué toma Lacan? y ¿Qué descarta?
Vayamos primero a Gregory
Bateson, un respetado antropólogo asociado habitualmente con la “Escuela de
Palo Alto” (aunque no formó parte de ella) de origen inglés y que posteriormente
se nacionalizó como norteamericano, país en donde desarrolló sus principales
trabajos de investigación, dentro de los cuales encontramos el que Lacan traerá
a colación, a saber, la teoría del doble vínculo [double bind].
La noche anterior a la reunión
del 8 de Enero de 1958, Gisela Pankow, psicoanalista francesa, hubo de exponer
algunas vinculadas a la teoría de Bateson. Lacan comenta la exposición de ella:
“Bateson trata de situar y de formular el principio de la génesis del trastorno
psicótico en algo que se establece en la relación entre la madre y el niño. (…)
Introduce desde el principio la noción de comunicación en cuanto centrada, no
simplemente en un contacto, un entorno, sino en una significación. (…) Lo que designa
como elemento discordante de esta relación es el hecho de que la comunicación
se haya presentado en forma de double
bind, de doble relación.”[15]
¿Qué toma Lacan de la posición de
Gregory Bateson? En principio, la sustitución de la noción de “entorno” – lo
cual nos podría nuevamente en la senda ambientalista de una relación de objeto en lo real – por la de “significación” o
“mensaje”. Este cambio terminológico demuestra, según Lacan, que “incluso en
Norteamérica, se está progresando enormemente.”[16] Por
otro lado, destaca la introducción en la relación supuestamente dual entre el niño y la madre de un
elemento tercero, mediador. Esto, lógicamente, nos retrotrae ni más ni menos
que a la anteriormente nombrada tríada
imaginaria con la cual Lacan refuta toda posición destinada a pensar la
relación en términos diádicos, como si niño y madre fuesen pasibles de ser
reducidos a sus meros cuerpos biológicos. Cuando hablamos del doble vínculo batesoniano, hablamos de
una “verdadera dialéctica del doble sentido”[17],
situación de pasividad en relación a las significaciones del Otro y de
indefensión frente al mensaje contradictorio, caprichoso, ambiguo que recibe el
sujeto. Por ejemplo, a un niño cualquiera se lo burla por ser “tímido” en tanto
no manifiesta sus estados de ánimo pero, cuando sí manifiesta la ira que le
provoca su situación, se lo reprime por “violento”. De ese modo, el niño se
encuentra frente a dos mensajes contrapuestos, uno el cual indica que para ser
amado tiene que manifestarse y otro que le dice exactamente lo contrario, que
para ser amado no tiene que manifestarse. Se trata de una situación de
comunicación donde no hay chance de salirse o de cortar con la situación
ambigua, paradojal y sin sentido que se propone. El sujeto no puede tomar una
distancia de la incoherencia del Otro, queda engarzado en ella. Retomaremos
esta cuestión de un mensaje o significado caprichoso posteriormente, utilizando
ciertas nociones que Lacan pone en juego.
Lacan estima que en la concepción
del antropólogo norteamericano está implícito que el mensaje - o la
significación - es constituyente para
el sujeto. Es decir, el sujeto es efecto
del mensaje o del significado que le llega del Otro primordial (la función
materna). Lo cual podemos esquematizar, muy simplemente, así:
s (A)
---------------------► S
Esto para Lacan no es falso, pero
sí es insuficiente, pues, justamente es aquí donde cabe la respuesta a la
pregunta respecto de qué descartará Lacan del autor en cuestión: “La cuestión
que se plantea a propósito de las psicosis es la de saber qué ocurre con el
proceso de la comunicación cuando, precisamente, no llega a ser constituyente
para el sujeto. (…) Hasta ahora, cuando ustedes leen a Bateson, ven que en suma
toda esta centrado en el doble mensaje, sin duda, pero en el doble mensaje como
doble significación. De esto precisamente, peca el sistema, porque esta
concepción ignora lo que el significante
tiene de constituyente en la significación.”[18]
Es decir, Lacan estima que la
concepción de Bateson resulta interesante allí donde introduce la vertiente de
la comunicación en la determinación económica del trastorno psicótico
cuestionando así la posición ambientalista o biologicista, pero la comunicación
psicotizante es reducida a una problematización en el significado, es decir, en
s (A). En cambio, para Lacan, la problematización se juega en un nivel más elemental,
a saber, en el nivel del significante, del Otro, en tanto tal. Es decir:
Desde el inicio de su enseñanza
Lacan enfatiza profundamente la primacía de lo simbólico – el significante –
por sobre lo imaginario – el significado. Primacía quiere decir también, determinación. Por ejemplo, en el
Seminario III, Lacan señalaba: “… es necesario que la coordinación significante
sea posible para que las transferencias de significado puedan producirse. La
articulación formal del significante es dominante respecto a la transferencia
del significado.”[19]
No hace falta darle muchas
vueltas al asunto para definir cuál es la problematización que Lacan sitúa a
nivel del significante en las psicosis. Ya lo hemos dicho: es la forclusión del
significante del Nombre-del-Padre. Pero, este Nombre-del-Padre, a fin de cuentas,
¿qué es?
Para responder a este
interrogante, debemos dirigirnos a la segunda posición que Lacan comenta, la de
Gisela Pankow propiamente dicha. Allí, leemos lo siguiente:
“Ayer a la noche redacté de pasada una nota (…) en la cual había
recogido una afirmación de la Sra. Pankow sobre la psicosis, que se reduce más
o menos a lo siguiente – falta, decía ella, la palabra que fundaría la palabra
en tanto acto. De entre las palabras, ha de haber una que funde la palabra como acto en el sujeto. Esto está claramente en la
misma vía de lo que ahora estoy abordando. Al subrayar el hecho de que en
alguna parte en la palabra ha de haber algo
que funde la palabra como verdadera, la Sra. Pankow manifiesta una exigencia de estabilización de todo el
sistema. Con este fin, ella ha recurrido a la perspectiva de la
personalidad. (…) No creo en absoluto que sea así como pueda formularse.”[20]
Lacan toma nota de lo indicado por
Gisela Pankow en lo tocante a la función de la palabra en las psicosis. Ha de
haber algo que falta y es aquel término que fundaría la palabra como acto y como verdadera en el sujeto. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que,
en la estructura del significante, ha de haber algo que le posibilite al sujeto
tomar la palabra poniendo coto a la
situación de inermidad respecto del discurso del Otro materno y posibilitándole
sortear el drama de las significaciones atrapantes y paradojales del caos de
sentido proveniente de ese Otro primitivo. Lo atrapante y paradojal del Otro es
su omnipotencia misma¸ es decir, al ser el Otro dueño incuestionable de la
palabra, también lo es, por consiguiente, del significado por ella definido,
quedando así el sujeto reducido a la imperturbabilidad de tal omnipotencia,
como súbdito.[21]
Aquí cabe retomar lo anteriormente
suspendido respecto del significado caprichoso materno. En un primer momento,
podríamos decir que, en términos de Lacan, el sujeto está atrapado en la metonimia del deseo del Otro. En el
Seminario IV Lacan señala: “En suma, se trata de saber cuál es la función del
niño para la madre, con respecto a ese falo que es el objeto de su deseo. (…) No es en absoluto lo mismo si el niño es
(…) la metáfora de su amor por el padre,
o si es la metonimia de su deseo de falo,
que no tiene y que no tendrá nunca.”[22]
La vertiente metonímica del
significante nos pone de cara al deslizamiento incesante del sentido - s(A) -
donde el mismo depende siempre del significante próximo a advenir. Podemos dar
un ejemplo tonto para que se entienda la idea. Si decimos sueltamente “La”, en
sentido estricto, no se sabe qué significado tiene ese elemento hasta que no
interviene otro, esto es, un segundo significante, que es el que vendrá a darle
y a producir cierto sentido: “La” ---►
“Casa”. Ahora bien, este segundo significante tampoco agota el sentido de lo
dicho ya que, de venir un significante nuevo, se reestructuraría todo lo
anterior. Por ejemplo, si agregamos al final: “De patos”, ergo, la frase se
reordena: “La casa de patos”. Pero esto nos da un nuevo sentido: “La caza de
patos”. Esta ilustración banal, nos sirve para pensar que el sentido siempre
está en suspenso y que, cuando entendemos,
en realidad, forzamos al significante.
Este forzamiento no está del lado de
la metonimia sino del lado de la metáfora.
Es la metáfora la que nos hace comprender, hasta el punto de, a veces, dejarnos
idiotizados de tanta comprensión. Por
eso Lacan cuestionará esto en los abordajes clínicos de sus contemporáneos, ya
que la compresión está del lado del significado
compartido, del sentido común, cuando
lo esencial de la técnica del inconsciente - y del psicoanálisis – reside, a su
estar, en la primacía del significante.
Entonces, la metonimia tendremos que relacionarla con el sin sentido del significante, es decir, con el deslizamiento
incesante del significado y su no-relación directa con el significante. Lacan
dice: el significante, en cuanto tal, no significa nada.[23] No significa nada quiere decir que es
autónomo respecto de “las cosas” y del significado, hasta que llega el punto en
el que, efectivamente, sí significa. Y
esto es la metáfora. La metáfora es,
pues, la sustitución de un significante por otro, lo cual produce un plus de significación, es decir, una
creación de sentido. En este punto resulta interesante citar algo señalado por
Karl Jaspers respecto de la naturaleza de nuestra realidad humana. Jaspers
decía: “Nuestra percepción no es nunca una fotografía de las excitaciones de
los sentidos, sino al mismo tiempo la percepción de una significación.”[24] Esto
implica que nuestra realidad es una realidad esencialmente significada. Como decíamos más arriba, es una realidad libidinizada,
falicizada, deseada, estructurada y construida a partir de las significaciones
del Otro. Pensando en la relación entre el niño y el Otro, entonces, la
metáfora ha de introducir un efecto de ordenamiento – “una estabilización de
todo el sistema” - respecto de esa situación primitiva de caos y de desborde en la realidad del niño donde predomina la metonimia como deslizamiento e
indefinición del sentido.
Por otro lado, al enfatizar la
insuficiencia del significante en su faz metonímica para agotar el sentido, hablamos,
entonces, del falo como objeto metonímico,
es decir, de un objeto que nunca está ahí donde se lo busca, que siempre está
en otra parte y que siempre es Otra cosa.
Aburrimiento, insatisfacción, etc., hacen a esta cara del deseo como deseo de Otra cosa. El falo como objeto
metonímico es, siguiendo esta lógica, pura inconsistencia y apariencia. Esta es
la situación que se establece cuando el niño carece de un significado definido respecto
del deseo del Otro y sólo posee una incógnita, es decir, como dirían los
matemáticos, una x. Desde la
estructura, en tanto hemos leído a Freud, sabemos que el niño simbólicamente
ocupa el lugar del falo materno. Pero el niño debe subjetivar esa estructura, el niño no lo sabe y debe apropiarse de
ese dato, de esa clave, para responder al enigma que lo colma. Como si el niño
se preguntase “¿qué quiere ésta que lo que yo le ofrezco no le satisface
acabadamente?”, pero estando, a la vez, atado al imperativo de tener que dárselo. Y eso es la angustia:
“… la angustia de Juanito es esencialmente, se los dije, la angustia de un
sometimiento.”[25]
Como decíamos anteriormente, la
economía que prima inicialmente es la economía libidinal de la madre que toma
al niño como restitución narcisista y fálica, en última instancia, como una
parte de sí, como un instrumento que la completa. El problema de Juanito
aparece cuando se presentifica su propia economía, cuando se trata de tomar la palabra en el sentido de
ocuparse de la propia sexualidad, independientemente en cierto modo del deseo
del Otro. Clínicamente, Lacan sostiene que las psicosis se quiebran en su
estabilidad justamente en ese preciso punto, donde una coyuntura dramática contingente
le exige al sujeto que responda de sí:
“¿No palpamos ahí en nuestra experiencia misma, y sin tener
que buscar demasiado lejos, lo que está en el centro de la entrada en la
psicosis? Es lo más arduo que puede proponérsele a un hombre, y a lo que su ser
en el mundo no lo enfrenta tan a menudo: es lo que se llama tomar la palabra, quiero decir la suya,
justo lo contrario a decirle si, si, si
a la del vecino. Esto no se expresa forzosamente en palabras. La clínica
muestra que es justamente en ese momento, si se sabe detectarlo en niveles muy
diversos, cuando se declara la psicosis.”[26]
Frente al encuentro con tal
encrucijada, cada sujeto responde a su manera. Juanito, por ejemplo, se vale
del significante caballo y de su
fobia (que es un síntoma) para responder al enigma de su propia sexualidad fálica
y de la sexualidad del Otro materno que se le ha revelado tramposa y estragante.
Es decir, Juanito, como más no sea sintomáticamente, toma la palabra. No es un psicótico, un paranoico que queda pasivizado
frente a las significaciones, a la voz o a la mirada del Otro. O sea, toma la
palabra, reprimiendo los deseos incestuosos, no rechazándolos drásticamente
(forclusión), y esto le da cierto lugar a su propia economía. Pero para poder
hacer ese movimiento, ese corte, es
decir, para poder tomar esa posición, hemos de suponer que el niño cuenta con
un recurso. Ese recurso que le
posibilita armarse una fobia es, precisamente, el padre simbólico: “No es otro
el motivo de la analogía entre el padre y el tótem, en la construcción de Tótem y tabú. En efecto, esos objetos
[fobígenos] tienen una función muy especial, que es la de suplir al
significante del padre simbólico.”[27]
Y aquí ya hemos articulado cuestiones
centrales de nuestro tema y, además, hemos situado indirectamente lo que Lacan
descarta de la posición de Pankow. Eso está claro, para Lacan aquello que da valor de verdad al orden de la palabra, que
da autoridad a la Ley, que le posibilita al niño salir de la encrucijada
imaginaria y hacer un corte tomando la palabra, es impensable en términos personalista,
ambientalistas o sociologizantes. El padre, como “persona”, puede ser un imbécil,
un impotente, un violento, un castigado, un inválido, puede estar o no estar (ambientalistamente
hablando). Lo que da valor a la palabra, lo que da autoridad a la Ley y que le
posibilita al niño sortear el sujetamiento primitivo, respecto de esa Ley
originaria despótica, no es reductible a la “normalidad” del padre sino a su posición normal en la estructura. El
padre que Lacan lee en la construcción freudiana de Tótem y tabú es un término que sólo puede concebirse en el orden
que define y estructura al sujeto hablante en cuanto tal y que es el del significante: “No es lo mismo decir que ha
de haber ahí una persona para sostener la autenticidad de la palabra, que decir
que algo autoriza el texto de la ley. En efecto, a lo que autoriza el texto de
la ley le basta con estar, por su parte, en el nivel del significante. Es lo
que yo llamo el Nombre del Padre, es decir, el padre simbólico.”
De este modo, Lacan realiza un
pasaje desde la pregunta por de qué
carece un padre hacia la pregunta respecto de qué padre carece un sujeto (tratándose de la estructura psicótica).
Para el analista francés, aquellos que se deslizan a pensar la génesis del
trastorno psicótico basándose en la persona (normal o anormal) del padre descuidan
así la normatividad del padre en la estructura. El padre puede faltar o ser un “cero
a la izquierda” en la familia, pero esto no quita que pueda estar perfectamente
presente en el Complejo. Del mismo modo, el padre puede estar presente en la familia
y puede, inclusive, ser una gran personalidad; pues bien, esto no alcanza de
todos modos para que opere a nivel estructural.
La posición realista deprecia la lógica significante. La lógica significante trasciende,
por ende, la postura meramente realista (ambientalista).
Nombre-del-Padre y Civilización
En el atrevido ensayo Tótem y tabú encontramos la célebre situación
de parricidio caníbal, donde lo
sustancial de lo allí propuesto, Freud nos lo cuenta como sigue:
“Un día los hermanos expulsados se aliaron, mataron y
devoraron al padre, y así pusieron fin a la horda paterna. Unidos osaron hacer
y llevaron a cabo lo que individualmente les habría sido imposible. (Quizás un
progreso cultural, el manejo de un arma nueva, les había dado el sentimiento de
su superioridad.) Que devoraran al muerto era cosa natural para unos salvajes
caníbales. El violento padre primordial era por cierto el arquetipo envidiado y
temido de cada uno de los miembros de la banda de hermanos. Y ahora, en el acto
de la devoración, consumaban la identificación con él, cada uno se apropiaba de
una parte de su fuerza. El banquete totémico, acaso la primera fiesta de la
humanidad, sería la repetición y celebración recordatoria de aquella hazaña
memorable y criminal con la cual tuvieron comienzo tantas cosas: las
organizaciones sociales, las limitaciones éticas y la religión. Para hallar
creíbles, prescindiendo de su premisa, estas consecuencias que acabamos de
señalar, sólo hace falta suponer que la banda de los hermanos amotinados estaba
gobernada, respecto del padre, por los mismos contradictorios sentimientos que
podemos pesquisar como contenido de la ambivalencia del complejo paterno en
cada uno de nuestros niños y de nuestros neuróticos. Odiaban a ese padre que
tan gran obstáculo significaba para su necesidad de poder y sus exigencias
sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras eliminarlo, tras satisfacer
su odio e imponer su deseo de identificarse con él, forzosamente se abrieron
paso las mociones tiernas avasalladas entretanto. Aconteció en la forma del
arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa que en este caso coincidía
con el arrepentimiento sentido en común. El muerto se volvió aún más fuerte de
lo que fuera en vida; todo esto, tal como seguimos viéndolo hoy en los destinos
humanos. Lo que antes él había impedido con su existencia, ellos mismos se lo
prohibieron ahora en la situación psíquica de la «obediencia de efecto retardado {nachtraglich}»
que tan familiar nos resulta por los psicoanálisis. Revocaron su hazaña
declarando no permitida la muerte del sustituto paterno, el tótem, y
renunciaron a sus frutos denegándose las mujeres liberadas. Así, desde la conciencia de culpa del hijo varón,
ellos crearon los dos tabúes fundamentales del totemismo, que por eso mismo necesariamente
coincidieron con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo. Quien los contraviniera
se hacía culpable de los únicos dos crímenes en los que toma cartas la sociedad
primitiva.”[28]
“El muerto se volvió más fuerte
de lo que fuera en vida…” En la traducción de Biblioteca Nueva, se dice que
adquirió un poder mucho mayor. Más
allá de los matices ineluctables de toda traducción-traición, la pregunta que
se nos impone es la siguiente: ¿de qué fuerza o de qué poder se trata? Se trata
sin más, del poder mismo que otorga la dimensión de lo simbólico en su eficacia.
El padre muerto quiere decir el padre ausente y, dado que lo simbólico no es sino una presencia hecha de una ausencia o una
ausencia devenida presencia, el padre muerto-ausente implica, pues, que ha sido
elevado al estatuto de padre simbólico.
La presencia simbólica, al exceder la realidad concreta, la persona, el
individuo, etc., implica la idea de una presencia
más radical e inquebrantable. El poder que lo simbólico brinda al sujeto humano
es un poder que excede el poder meramente físico, concreto, dado, real. La
dimensión misma de lo político exige, como se ve, este registro que es el
registro de lo simbólico. El poder es impensable sin la categoría de lo
simbólico, sin el campo del lenguaje y sin la función de la palabra. Ahora
bien, como decíamos más arriba, el Nombre-del-Padre implica una exigencia de estabilización de todo el
sistema. Lo simbólico puede ser entendido como Ley pero esta Ley desamarrada
o toda entera en una persona dada (como
en el caso del proto-padre) no ordena la humano per se sino que es necesaria la existencia en su estructura de este
elemento nodal, polarizante, estructurante que es el significante del
Nombre-del-Padre. Que el padre primordial omnipotente esté atravesado por la
muerte, en cierta medida, debe pensarse que está atravesado por la castración¸ es
decir, por el hecho de que él no es
enteramente la Ley, sino que hay algo que lo trasciende, que lo supera. Si
ese bobo orangután se comió, para
decirlo porteñamente, que era en sí mismo la Ley, el destino de su omnipotencia
despertó una envidia tal que sus propios herederos debieron matarlo y comérselo,
a su vez. Por no saber gobernar, podríamos decir, por no contemplar los deseos
de sus gobernados. Su gobierno de facto
lo terminó sepultando. La democracia, pues, conlleva la prohibición, la pérdida
del goce todo que ese proto-padre pretendía
detentar en su angurria. Nombre-del-Padre y pérdida del goce todo son dos
cuestiones que van en sintonía. No tardamos mucho, siguiendo esta lógica, en
llegar a la conjetura de si acaso ese proto-padre no representaría en el
pensamiento de Lacan, más bien, al Otro primordial. En efecto, el Otro del
sentido, ese Otro que toma al proto-sujeto como objeto de goce, en el
pensamiento lacaniano estará más del lado de la Ley materna que del lado de la
Ley paterna. La Ley materna originaria es esa Ley que se confunde enteramente
con la persona que la sostiene: el Otro completo. Es un régimen dictatorial,
donde no hay lugar para la palabra del pueblo. Es la incidencia del
Nombre-del-Padre, de ese elemento no tercero
sino cuarto (recuérdese la tríada imaginaria), aquello que viene a paliar
la situación incestuosa, el ternario fálico-narcisista, etc., dándole así al
pueblo la función de la palabra, el derecho a voto, la posibilidad de elegir. Que
luego se prefiera supeditarse a la inercia de no-elegir o someterse a regímenes
poco abiertos, no nos hace psicóticos,
no obstante. Como nos lo enseña la historia política y social misma de los
seres humanos: “… el Nombre del Padre hay que tenerlo, pero también hay que
saber servirse de él.”[29] Más que
saber, hay que querer, agregaríamos.
Podríamos decir que, tanto Freud
como Lacan están pensando, a su manera, cada uno con su mito, en esa exigencia
teórica que nos posibilita entender cómo es que la Civilización humana no
termina de autodestruirse como consecuencia irreductible de la descarga incesante
de las pulsiones autoerótica primordiales, incestuosas y parricidas. No debe
considerarse, en este punto, que el psicótico, por no contar con ese elemento,
con el Edipo, queda excluido del mundo humano. El psicótico no es un animal
(planteo que puede deducirse de las elaboraciones de algunos psicoanalistas):
él también está atravesado por el significante y la psicosis es un efecto del
lenguaje. Como lo hemos visto, el psicótico queda atado a la sujeción
originaria y sus recursos subjetivos le posibilitarán, en el mejor de los
casos, sortear el drama que significa estar ubicado en cierta posición de
objeto de goce del Otro materno. Pero esos recursos no son el Complejo de
Castración. El Nombre-del-Padre conlleva pues la idea de la prohibición del incesto, delimitando en
su operatoria el ingreso o la exclusión a la Cultura, al Mundo. La
psicotización de la Civilización sería su degeneración, su decadencia, su
destrucción. En más de un lugar Freud señala que el triunfo de la represión por
sobre los factores libidinales del Edipo, gracias al amor narcisista – yoico - al falo, es una victoria de la
Civilización por sobre lo pulsional anti-civilizatorio. Así como también nos
habla de la fijación libidinal en
tanto causa del deterioro en el progreso societal.
Por lo demás, y teniendo en
cuenta que la susodicha fijación libidinal no es privilegio de la psicosis, resulta
pertinente señalar que la estulticia neurótica que el psicoanálisis denuncia,
ciertamente, tampoco nos termina conduciendo a un mundo perfecto y sin fisuras.
Pero un mundo sin fisuras, no sería muy distinto del Otro de la paranoia, del Otro
completo. La neurosis, lejos de ser
la nominación diagnóstica de una “enfermedad mental”, quiere decir que sí
existe esa abertura propia del deseo,
la cual es habilitada por pasar el sujeto por la castración como operatoria de pérdida de goce y la cual brinda la
posibilidad de transformar la realidad, es decir, da la posibilidad de ser partícipe (alguien, sujeto) de la
realidad y no mera parte (algo,
objeto): “… para que haya realidad, para que el acceso a la realidad sea
suficiente, para que el sentimiento de realidad sea un justo guía, para que la
realidad no sea lo que es en la psicosis, es necesario que el complejo de Edipo
haya sido vivido.”[30]
Cierta ideología post-freudiana
introdujo criterios clínicos basados en la adaptación del sujeto al medio
exterior, a la sociedad. La dirección de la cura se pensó como un progreso del
autismo pulsional psicótico hacia la adecuación civilizatoria post-neurótica,
genital, sana, normal. Pero el planteo de Freud – y que la enseñanza de Lacan
retoma - conlleva la idea de que la adecuación irrestricta a los ideales
sociales vuelve más sufriente la existencia del sujeto. No hay adecuación a la
Civilización más que fallida. Cuanto más quiere el sujeto “triunfar” en lo
social y acariciar las delicias del “éxito”, peor le va. El superyó le reclama cada
vez más y más “éxito”, cada vez más y más “triunfos”. Por eso, la dirección de
la cura debe transitar las sendas del deseo, de aquello que, sin infringir la
Ley, no se somete a ella sino que la trasciende. No se trata de adaptar al
sujeto a la realidad instituida sino de adaptar la realidad instituida al deseo
que lo atraviesa, cuestión que, insistimos, no implica infringir o ningunear la
Ley, sino superarla, ir más allá, sacarle provecho, extraer las consecuencias
de lo que sí posibilita. El neurótico puede ingresar fallidamente al Mundo, pero
saliendo para eso de Mamá, este es el
precio a pagar que hace posible un psicoanálisis, dejar de creerse el falo
imaginario del Otro. Y esto es precisamente lo que en el psicótico está
problematizado, a saber, el pasaje del endo-código al exo-código, del discurso
intra-familiar al discurso extra-familiar. Profundicemos, entonces, en esta
diferencia estructural.
Nombre-del-Padre y Estructuras
Que el Edipo haya sido vivido
quiere decir: vivido y reprimido. Téngase en consideración que
el deseo tiene su origen en lo
familiar o, para decirlo neológicamente, en lo falo-miliar. La neurosis como posición subjetiva donde el deseo
está reprimido es efecto del Complejo
de Edipo reprimido. Un psicoanálisis conlleva la idea de cierto agenciamiento del
deseo inconsciente – siempre imposible de realizar acabadamente. ¿Por qué en la
psicosis la posibilidad de agenciarse del deseo inconsciente resulta siempre
insuficiente a pesar de, en ciertos casos, verificarse el eje del deseo? ¿Por
qué la psicosis no deja de transmitirnos ese hálito de parodia, de como si, de simulacro, de semblante de lo
que denominamos deseo, carencia-en-ser, castración? Una vez más caemos en la
funcionalidad del significante paterno. El Nombre-del-Padre hace a la escisión
subjetiva en su vertiente neurótica y posibilita cierto anudamiento a nivel de la
no-relación entre el sujeto y el deseo.[31] Recuérdese
Schreber: no puede sostenerse en esa
posición de poder tan deseada por él.
Se brota cuando se realiza ni más ni menos que su deseo. Dora, de algún modo también, ya que su histeria se desencadena allí
donde aparece un hombre real (el Sr. K)
con el cual es posible realizar (hacer-en-acto) sus fantasías perversas
infantiles. Pero las consecuencias y las posibilidades son harto disímiles. No
estamos hablando de “gravedad”, desde luego, pero sí de diferencia. Psicosis y
neurosis no son lo mismo.
Afirmación (Bejahung) del Nombre-del-Padre y represión del Edipo se nos han
vuelto cuestiones asociadas. ¿Cómo pensar, ergo,
la forclusión del Nombre-del-Padre en relación a los componentes del complejo
de Edipo, una vez más? Un texto que nos aproxima a una respuesta aún más elaborada,
es el texto freudiano “El sepultamiento del complejo de Edipo” (1924). Más
elaborada, asimismo, para pensar la disimilitud entre lo neurótico y lo
psicótico. No nos interesa, vale aclarar, indagar con profundidad exhaustiva
las cuestiones allí trabajadas por Freud.
Pues bien, en el texto mencionado
Freud intenta responder al interrogante respecto de qué sucede con el Edipo una
vez advenida la así llamada latencia,
es decir, cuáles son los motivos por los cuales el Edipo “se va a pique”.[32] Freud
piensa, en primer lugar, el movimiento en el caso del niño, introduciendo a
este respecto las cuestiones de la amenaza
de castración y de su eficacia ante la confrontación con la ausencia de
pene en la mujer, coyuntura la cual traerá las siguientes consecuencias:
“Las investiduras de objeto son resignadas y sustituidas por identificación.
La autoridad del padre, o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma
ahí el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa
la prohibición del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la
investidura libidinosa de objeto. Las aspiraciones libidinosas pertenecientes
al complejo de Edipo son en parte desexualizadas y sublimadas, lo cual
probablemente acontezca con toda trasposición en identificación, y en parte son
inhibidas en su meta y mudadas en mociones tiernas. El proceso en su conjunto
salvó una vez los genitales, alejó de ellos el peligro de la pérdida, y además
los paralizó, canceló su función. Con ese proceso se inicia el período de latencia,
que viene a interrumpir el desarrollo sexual del niño. No veo razón alguna para
denegar el nombre de «represión» al extrañamiento del yo respecto del complejo
de Edipo, si bien las represiones posteriores son llevadas a cabo la mayoría de
las veces con participación del superyó, que aquí recién se forma. Pero el proceso descrito es más que una represión;
equivale, cuando se consuma idealmente,
a una destrucción y cancelación del
complejo. Cabe suponer que hemos tropezado aquí con la frontera, nunca muy
tajante, entre normal y lo patológico. Si el yo no ha logrado efectivamente
mucho más que una represión del complejo, este subsistirá inconciente en el
ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno.”[33]
Nos resulta valioso señalar
algunas cuestiones de aquí. En primer lugar, cuestión que el lector puede
detectar con facilidad, que Freud, a pesar de sus propias formulaciones,
parecería creer en algo así como la “normalidad”, en tanto opuesta a lo
“patológico”, esto es, a la neurosis. Hoy en día sabemos lo arriesgado que
significa sostener una distinción semejante.[34] En
efecto, en la actualidad y, sobre todo, gracias al avance subversivo de la
enseñanza de Jacques Lacan, hemos aprendido a prescindir de la diferencia entre
lo “sano” y lo “enfermo” para pensar nuestra clínica. El mismo título del
escrito freudiano, “Psicopatología de la vida cotidiana”, barre prontamente con
la tan mentada diferenciación propia del pensamiento médico-psiquiátrico, que
sitúa un lugar preciso para lo mórbido y otro espacio definido para lo sano, que
suele ser, a su vez, lo natural, lo adecuado, lo ideal (¡cuántos prejuicios suelen
entrecruzarse para sostener la supuesta objetividad
de un diagnóstico médico!). Anteriormente, hemos dicho que el significante del
Nombre-del-Padre introduce la normativización
de la situación edípica. Lo “normal” es, desde esta perspectiva, lo que se
adecúa a la norma, es decir, lo
regulado por la Ley paterna. Disolución, pues, de la antinomia entre la normalidad
y la neurosis, ya que la normalidad es
la neurosis. Freud bordea la concepción psiquiátrica pero no se adecúa a ella. Él
mismo da una pista al situar que la “destrucción y la cancelación del complejo”
acaece únicamente al consumarse el “proceso descrito” idealmente. En buena lógica, ya que el “efecto patógeno” que “más
tarde exteriorizará” el complejo de Edipo reprimido (ahora “inconciente en el
ello”) no es otra cosa más que la neurosis.
Pero entonces, ¿de qué se trata
esa conjetura freudiana según la cual el Edipo podría verse “destruido” y “cancelado”?
¿Sucede esto o no sucede nunca? De suceder, ¿a dónde conduciría puesto que,
según vimos, lo que lleva al sujeto a la “normalidad” no es el sepultamiento sino la represión? Y bien, esta es nuestra conjetura:
lo que Freud dice sin decir es aquello que Lacan interpretó, elucidó y
formalizó a partir de sus enunciados, a saber, la cancelación y la destrucción del complejo de Edipo conduce a la
psicosis. Se nos han vuelto congruentes, pues, «Untergang» [sepultamiento] y «
Verwerfung» [forclusión]:
El sepultamiento de Edipo no
conduce a la normalidad - a esa supuesta
normalidad que no sería la neurosis – sino a la psicosis. El superyó paranoico
y el mega-narcisismo asociado a él nos resultan referentes clínicos que le dan
valor a esta conjetura ya que, según Freud, el superyó es el heredero del complejo de Edipo, cuya severidad
es proporcional a la medida de represión de los componentes libidinales
incestuosos. Cuanto mayor sea la represión de las mociones libidinales del ello,
tanto más cruel será el superyó con el yo y, éste, entonces, tanto más arreglado
al superyó deberá estar. La severidad del superyó paranoico y el
mega-narcisismo (narcisismo secundario o patológico) asociado a él, nos
permiten pensar, nuevamente, en la existencia de un mecanismo de defensa mucho
más enérgico que la represión. La represión no cancela ni destruye el Edipo y el
sadismo y la hiperseveridad del superyó obsesivo no tienen nada que ver con la
persecución inquebrantable y absoluta de la que padece un paranoico desencadenado.
La represión coincide con el envío del Edipo al inconsciente, desde donde hace
oír sus efectos patógenos (retorno de lo reprimido). Los efectos patógenos del
Edipo no son sino las manifestaciones simbólicas
del inconsciente. Lacan insistirá, pues, en el estatuto radicalmente disímil de
las formaciones sintomáticas neuróticas con respecto a las de la psicosis. Todo
lo que a nivel sintomático, en la neurosis, aparece ligado, entramado,
simbolizado, desfigurado, desviado, presto a ser interpretado por el analista,
etc., en las psicosis se presenta crudo, en cierto modo, es decir, en lo real, lo cual significa: desentramado,
inerte, aislado, suelto, desencadenado, sin resonancia (metafórica) alguna. El síntoma
psicótico nos presenta un tratamiento defensivo del Edipo que lo ha desamarrado
tenazmente del yo, el extrañamiento
narcisista de las tendencias edípicas es tajante. La escisión subjetiva es,
entonces, radical. La carencia del significante paterno hace que lo incestuoso sea
imposible de ser metaforizado (reprimido), con la consiguiente generación de síntomas
de neurosis. Los fenómenos elementales, las alucinaciones auditivas (voces,
principalmente) y visuales, son la materialidad del significante en tanto tal,
en su faceta originaria y mortificante para con el cachorro humano.
Ser hablado por el Otro, esto es precisamente lo que la trama
edípica recubre y aquello que la psicosis muestra a flor de piel. Pero esta
posibilidad enloquecedora, es decir, este quedar en cierta posición de objeto
de goce del Otro, en sentido estricto, es un tiempo irreductible que ha de
atravesar todo sujeto en la lógica de su constitución. La trama edípica recubre
esa posición primitiva de supeditación al significante en donde el cachorro
humano, el viviente, es atrapado y
torturado. El entramado edípico supone un encadenamiento, una elaboración, una
dialectización de la incidencia mortificante del significante:
La función de la fantasía, no es otra, pues, según Freud.
El juego, la fantasía, la poesía, etc., son modos a través de los cuales el sujeto
se sobrepone a la determinación simbólica (alienación).
A través de las teorías sexuales
infantiles, el niño toma una posición (toma la palabra, separación) frente a la insuficiencia
del material significante (del Otro) para simbolizar lo real – fundamentalmente,
lo real del goce en su cuerpo.
[1] Lacan, J.;
“Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” en Escritos 1, Paidós, Buenos Aires, 2007.
Pág. 237. Subrayado nuestro.
[3] Lacan, J.; “Introducción”
en El Seminario. Libro 4. La relación de
objeto, Paidós, Buenos Aires,
2007. Capítulo 1, Punto 1, Pág. 18.
[5] Lacan, J.; “Las tres formas de la falta” en Op. cit. Capítulo II, Punto 3, Pág 38.
[6] Véase a
este respecto: Lacan, J.; “Observación sobre el informe de Daniel
Lagache: ´Psicoanálisis y estructura de la personalidad´” en Escritos 2, Paidós, Buenos Aires, 2008. Pág.
623. Vale decir que, la noción de real
en Lacan, variará considerablemente a lo largo de su enseñanza. Aquí, al hablar
de relación de objeto “en lo real”, la noción es utilizada en un sentido casi
biológico. El sujeto de la necesidad tiene una relación “en lo real” con su
entorno circundante del cual, según Lagache, se diferencia primariamente.
[10] Lacan, J.;
“Los tres tiempos del Edipo (II)” en El
Seminario. Libro 5. Las formaciones del inconsciente, Paidós, Buenos Aires, 2005. Capítulo XI, Pág. 203.
[11] Lacan, J.;
“Del complejo de castración” en El
Seminario. Libro 4. La relación de objeto, op. cit. Pág. 229.
[13] Lacan, J.;
“Del rechazo de un significante primordial” en Op. cit., Capítulo XI, Punto II, Pág. 217.
[14] Lacan, J.;
“El llamado, la alusión” en Op. cit., Capítulo
XX, Punto II, Pág. 361.
[21] Lacan utiliza el vocablo assujet
el cual posibilita jugar con la idea de un no-sujeto (en francés, sujeto es sujet).
[22] Lacan, J.;
“El significante en lo real” en op. cit. Capítulo
XIV, Punto II, Pág. 244. Subrayado nuestro.
[23] Este es,
precisamente, el título de la Clase XIV del Seminario III.
[24] Jaspers,
K.; Psicopatología general, FCE,
México, 1993. Pág. 114.
[26]
Lacan, J.; “El llamado, la alusión” en El
Seminario 3, Op. cit. Clase XX,
Punto 1, Pág. 360.
[28] Freud, S.
(1913); “Tótem y tabú” en Obras completas, Amorrortu Editores,
Buenos Aires, Tomo XIII, Págs. 143-45.
[29] Lacan, J;
“La forclusión del Nombre del Padre” en Op.
cit. Pág. 160.
[31] También podríamos decir, posibilita cierto anudamiento no enloquecedor entre
el sujeto y el yo-falo-narcisismo-objeto del deseo del Otro. Al situar la falta en
el Otro, el Nombre-del-Padre desimaginariza
la determinación del deseo dándole cabida al registro de lo real, lo real está en la causa del deseo. Esto trae como
corolario una pacificación para con el yo,
es decir, en lo imaginario. Lo
imaginario se ve desarreglado por la incidencia misma del significante, no
somos seres regulados por imágenes significativas como, según lo demuestra la
etología, sí lo son los animales. Nuestro imaginario, de no mediar la función
de la palabra, quedaría destruido por el parasitismo del significante, tal como
lo enseñan las psicosis. Es que la constitución misma del yo, de la realidad y del cuerpo, depende, en gran medida, de esta
pacificación simbólica introducida por el Nombre-del-Padre como nudo o como anillo que evita la fagocitosis
o, jugando una vez más con los términos, con la falo-citosis (¿falo-psicosis?) del sujeto por el Gran Otro.
Excelente desarrollo! me encanto! me sirve como guía para entender aspectos de la constitución subjetiva y el Seminario 5.
ResponderEliminarGracias. Me alegro mucho.
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