Supermercado, fin de semana. El apuro, el empujón, el no respeto por la más mínima distancia,
el suspiro. Esto es no-todo lo que pasa, pero aparece claramente en primer
plano. Carencia de palabra, de ternura, de tacto, de sensibilidad. Tal vez
convenga interrogarse respecto de ciertas situaciones cotidianas generadas por
la “sociedad de consumo”, donde la subjetividad misma aparece en cierta medida
arrasada por un empuje ciego, impulsivo, frenético a tener el objeto. Ese objeto cuya consistencia supuesta no es más
que ilusoria, puesto que no deja de ser un significante
perteneciente al campo del Otro, como todo significante. Nuestro mundo es un
mundo de discurso, entendiendo a este como la diacronía de ese tesoro
sincrónico de elementos diferenciados que hacen a la estructura simbólica.
Inconscientemente
transita el hombre y eso no siempre conlleva lo mejor. El ejemplo es Edipo, ese
que sin saber termina actuando un oráculo ignorado, signos del libreto que nos
atraviesa y del que alguna noticia podemos tener. Porque el inconsciente no es
un mero ignorar, sino un saber ignorado.
Y allí reside la implicancia de cada cual, su responsabilidad, respecto de si
quiere saber o no lo que sabe. Recuerdo el caso de una consultante que admitía
haber estado toda su vida “actuando inconscientemente”. Se me ocurrió
preguntarle si se refería a haber estado actuando fantasías reprimidas. Claro. La idea vulgar de “actuar
inconscientemente” no sabe lo que dice, porque dice más de lo que dice. Dice
mucho. En la masa, entonces, ese retorno sintomático de fantasías reprimidas donde
imperan la impulsividad y el descalabro, se vuelven cosa cotidiana. La masa es en
cierta forma una cosa puesto que se haya
indiferenciada. Lo que introduce allí la diferencia es la palabra hablada, como
corte en acto que marca un límite con respecto a la tendencia a la unificación.
Al
estar pasivizados frente al significante, la realidad se vuelve una roca
inconmovible, una evidencia estática incuestionable y el otro, sujeto de la
palabra, deviene un objeto tan hermético y consistente, al que sólo cabe, o
bien, obedecer sin chistar, o bien, destruir sin mediación alguna. El objeto –
por ejemplo, del consumo – se torna
tanto más rígido, más necesario, más evidente, más conocido, más indispensable,
cuanto que más fijeza inconsciente tiene el sujeto para con los signos que lo
hablan. Acceder a esa determinación psíquica equivoca la obsesión para con los
“objetos” de la realidad, incluido el lazo con el otro hablante. Cuanto más
seguro está el individuo que sabe lo que piensa, lo que quiere, lo que siente,
qué está bien y qué está mal, menos acceso por consiguiente tiene a las
sobredeterminaciones de fondo que vuelven su ser y su realidad una cosa maciza,
estanca, tal vez absolutamente brillante, pero ciertamente mortificada. El
fortalecimiento del yo es
precisamente esto. Por eso, no hay sujeto más adaptado a la realidad que, por
ejemplo, un barrabrava. Ese tipo sabe
lo que quiere, qué está bien y qué está mal, quién es él, cuáles son los signos
que lo definen. El barrabrava como
prototipo de lo que callejeramente se dice como poronga. La pregunta clave sería: ¿la poronga de quién?
Otro
paciente, interrogado por el brillo de un amigo a quien le supone un saber, una
viveza envidiable, no tarda en darse cuenta cómo correlativamente a esa afirmación
de la individualidad – del yo - le
sobreviene una acentuación de la soledad, perdiéndose en primer lugar su mujer.
Elevación del narcisismo – rechazo de la falta -, pérdida de la virilidad. No
es casual que en la masa falta el amor en acto, el amor expresado, manifestado,
la entrega, el encuentro, la conversación. Hay fanatismo, que es amor reprimido
al ideal. Alienación a lo emblemático e identificación al falo de la madre (el
Otro). Para salir del lugar del falo, hay que aceptar la castración. Este
movimiento implica renunciar al goce que depara el síntoma. El síntoma es transformable.
El tema es si se lo quiere transformar. La persistencia del síntoma es
proporcional al amor inconsciente al Otro. Preferible pagar con el síntoma que
pagar con ese lugar de goce que no se quiere perder. Recuerdo el caso de un
paciente que me relata que no quiere extraerse una muela porque le resulta muy
caro lo que pretende cobrarle cierto odontólogo. Prefiere el dolor. Vinculo
este tema con su “motivo de consulta”, preguntándole si acaso, quiere erradicar
el problema de raíz o no. Al final de
esa entrevista, paga menos de lo arreglado, ya que no le alcanza el dinero.
La moral ordena el goce, se
me ocurre decir. La sociedad de consumo, volviendo un poco a eso que nombre, como
toda sociedad implica un ordenamiento del lazo. Pero yo creo que el
ordenamiento está más del lado de la Ley. Del lado de la moral, tenemos que
ubicar la orden. La moral exige,
reclama, impone el goce. La Ley está del lado de lo que pone un límite frente a
eso. El amor introduce el deseo, puesto que demanda algo más que el “objeto” que el Otro puede ofrecer (que sabemos que
es un significante). En los casos de anorexia, donde el sujeto no quiere saber
nada con lo que el Otro tiene, suponemos previamente, un exceso de alienación a
eso que el Otro dio. El análisis, en esos casos, va en la línea de levantar las
represiones sobre la propia posición subjetiva primitiva, de pasividad y
aceptación acrítica. Como si dijéramos que la anoréxica gozaba demasiado del
falo del Otro. Adelgazar, como he escuchado alguna vez, “adel-gozar”, es intensificar
el deseo como un modo de defenderse del goce otrora consentido. Cuanto más se
le dé a luz a aquel goce primero, correlativamente, menos se buscará escapar de
ese Otro fantasmático que uno mismo ha construido. La anoréxica reclama amor y
no quiere nada más. Pero no hay que olvidarse que el amor es nada. Querer únicamente la nada, sin el goce sexual del cuerpo castrado,
erotizado, en algún punto es querer la muerte. En los casos de anorexia, el
amor debe condescender el deseo (intensificado en forma defensiva) al goce
sexual mundano del que no se puede gozar porque aplasta. Vaciar al Otro para
que su deseo no sea Todo.
Cuando
el deseo del Otro se vuelve Todo, ahí estamos en la negación de su falta. No
hay alternativas, otras lecturas posibles, matices, discontinuidad, todo está
sabido y calculado, es posible anticiparse con precisión a lo que pasa, las
conductas y las palabras tienen un peso de significación más que evidente.
Evidente y vidente también, puesto que si el Otro está completo, se va a hacer
hasta lo imposible para darle la razón. El Otro oracular, siniestra máquina que
circunscribe lo real para definirlo según sus significantes, hoy en día aparece
claramente representado en los mass media.
Sobre todo en aquellos más cercanos a la lógica mercantilista dominante, en
donde la “noticia” queda claramente situada en un plano comercial. Las noticias
buscan impactar utilizándose para
ello mecanismos discursivos y tecnológicos que intensifican y acentúan lo
angustiante, para obtener de esa manera ciertos efectos calculables. El ser
humano, aunque nos cueste admitirlo, en cierto punto es altamente calculable. Es
atrapable técnicamente hablando, se lo puede administrar y ese es un goce del
que los poderosos tienen un gran conocimiento. En este punto, cierto pesimismo
es necesario para poder pensar críticamente cualquier tipo de “libertad” y/o emancipación social y subjetiva. Lo que
hace obstáculo a la libertad personal y colectiva, es ante todo el Saber. Ubicarse en el lugar del
Otro-que-sabe es una estrategia eficaz para tomar al resto como objeto de
nuestro goce. Lo cual no deja de ser una fantasmagoría estúpida, puesto que lo
real se termina imponiendo; a saber, que el Otro-que-sabe no existe, por un
lado, y que los sujetos no son objetos plenamente calculables. El obsesivo
ansía ocupar ese lugar, puesto que nada lo angustia más que reconocerse
ex–sistente. Como si dijera: “Si nadie va a saber sobre yo, voy a tener que hacerlo yo mismo.” En su delirio de saber quién
es, proyecta su construcción imaginaria al mundo entero. No para de pelarse con
lo real, in-coincidente siempre con sus edificaciones narcisistas. La obsesión
es el arte de suponer. La batalla es contra lo real en su abertura y esto lo
deja ganador en un punto, al precio de estar plagado de síntomas, fobias,
angustia e inhibiciones, en otro (eso que el obsesivo es como sujeto, no desaparece: retorna de manera
disruptiva). Es mucho lo que cuesta detener – siempre ilusoriamente - a lo real
en su permanente devenir. El precio es la neurosis misma.
Los mass media, ubicados en el lugar del Saber, incentivan la construcción de una
realidad determinada. Es funcional al sistema tener una masa adormecida,
acrítica, narcotizada, anonadada, gozante, temerosa, violenta, impotente,
envidiosa. Todas estas características, van de la mano con la tristeza, la
soledad, la culpabilidad, la improductividad, el desamor, la carencia del deseo
(falta de la falta, situación trágica si las hay). La acción y la opción frente
a ese adormecimiento generalizado, es el movimiento, la palabra, la pregunta, el
acto, el “no”. Desasirse del ser con el que se nos quiere nombrar para
subvertir la quietud que esas marcas imponen. Para desasirse del ser, hay que
revalorizar lo significativo para cada cual. Recuperar el sentimiento
comunitario en el lazo a lazo, en el cada vez y cada vez, para que la estulticia
no geste contiendas banales, donde se batalla por nada o se pelea contra los
efectos. Los políticos suelen ser muy amigos del combate narcisista. No es la
propuesta del psicoanálisis. La propuesta del psicoanálisis supone admitir cierta
ligazón societal común en relación a determinados emblemas, siempre y cuando
esa supeditación no conlleve la alienación irrestricta y la represión acabada
de las diferencias.
La
diferencia entre mirar la tele y poner el cuerpo, entre pensar sobre el otro y
hablar con el otro. Hay alternativas frente a la orden que imponen las morales. Se trata de equivocar los
supuestos, de desmarcarse de las significaciones conocidas, no darles mayor
consistencia de la que merecen. El discurso del drama suele ser una posición
subjetiva altamente eficaz para obtener lo que se quiere inconscientemente. El
discurso del drama es el discurso histérico, en donde se semblantea la queja y
se vela el goce. Exaltándose lo problemático, no por eso se lo asume. Se lo
asume tanto menos cuanto que más se lo exalta. Eso hace la histérica con la
falta. La toma como objeto, quedando identificada allí. Ahí hay que poner un
coto, un límite, no engancharse en esa propuesta. Dar vuelta la cara u ofrecer
una escucha no ingenua. El alarmismo es un modo de combatir lo real. Sería la
contrapartida del obsesivo. Nada se sabe, nada se puede calcular, nada tiene
nombre, crisis, tragedia, pánico. No es
para tanto, señora, hay que saber decir. Pero a lo real no se lo combate:
se lo acepta o no se lo acepta. Quien poco acepta lo real, es el yo. Puesto que aceptar un real, es
aceptar la propia fragilidad, la propia castración. Lo real habita en nosotros,
también como miseria en ese punto donde no somos perfectos y tenemos nuestras
limitaciones. Pero el tema es que hacemos con ellas. Cuál es nuestra posición
frente a nuestra falta, en pocas palabras. Suele ser un lugar común culpar al otro
– individual, social, mundial – de las propias penurias. Pero eso lleva a la
contienda imaginaria. La falta es escamoteada. Entramos en la dialéctica de la
frustración, donde el otro tiene lo que a mí me hace falta y puesto que me lo
da cuando se le da la gana, me daña. Pienso en una analizante que hace esperar
al analista (llega algunos minutos tarde en varias ocasiones). Actúa en su
espacio, aquello que padece en la relación con su pareja: que él tenga sus
tiempos. No puede admitirlo. Hay que poder hablar de esas cosas, puesto que si no,
justamente, el sujeto vive actuando su relación con el Otro en desmedro de su
lazo con el otro real. La clínica psicoanalítica es un encuentro para hablar de las cosas de las que hay que hablar.
Frente
al no saber exagerado y a la pretensión de un saber absoluto, un término medio,
en donde no-todo se sepa. El principio de realidad entra en clara sintonía con
esto porque supone un vaciamiento de placer, tener que admitir que la realidad
marca ciertos límites que las fantasías inconscientes borran.
Buenos Aires, Abril 2014.
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