"¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa
lamentable idée fixe de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la
lógica que existen, refutado, incluso imposible,
aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real!"[1]
Puede decirse, sin
deformar demasiado los hechos, que el “pensar”, a partir de Nietzsche, no está
ya “libre de sospechas”. Es decir, ya no me es dado “dudar” de todo menos de mi
“dudar”, sino que es precisamente ese “dudar”, antes que de nada, de mi “dudar”
mismo, el que posibilita la emergencia de un auténtico pensar. Y aún más: es
ponerme en cuestión a mí mismo como agente
incondicionado de ese “dudar”,
aquello que da lugar a tal acontecimiento.
Es quien se reconoce
ciego, ingenuo, falaz y desconocido-para-sí-mismo[2], quien puede realmente
acceder a las costas frescas de la verdad. Mas, esta “verdad” de la cual
hacemos referencia, dista en amplia medida, pues, de aquel imperio de lo
“verdadero” ligado más bien a la concepción platónica dual. “Dual” en la medida
en que introduce una escisión entre lo ideal y lo aparente (lo real), en
detrimento de esto último.
La verdad con la que
Nietzsche juega es, ante todo, «peligro». ¿Y a qué remite esta figura retórica
del “peligro”? Es decir, ¿cuáles son las incumbencias semánticas que trae
aparejadas? Más allá de las escenas a las que tal vocablo podría dar a luz, en
la imaginación de cada cual, un sentido que estimamos pertinente atribuirle,
remite al «peligro» como a aquel rasgo característico de una vida en singular y
falta de garantías ajenas a esa singularidad misma. Es decir, se trata de una
verdad dicha de a uno. Esta soledad del hombre y, más precisamente, su
asentimiento, es aquello que viabiliza el nacimiento de un pensar verdadero,
libre, indómito en su impertinencia.
La “duda” nietzscheana
es una duda que extrema la posición cartesiana al tiempo que se mofa
sarcásticamente de ella y la interpela: “¿Por qué la certeza y no acaso la
plena incertidumbre?, ¿por qué el conocimiento objetivo y ausente de toda
implicación perspectivista y no, por el contrario, la angustia, el hielo y lo
abisal?”
En este sentido, nada resulta
ser más «peligroso», naturalmente, que el cuestionamiento de aquello que se
pretende el amo, el señor, el causante del pensar; a saber, el yo: “Lo que más
fundamentalmente me separa de los metafísicos es esto: no les concedo que sea
el yo el que piensa. Tomo más bien al mismo yo como una construcción del pensar…”[3] Se
invierte, claramente, la relación entre ambos. “El pensar es el que pone el yo, pero hasta el presente se creía (…) que
en el “yo pienso” hay algo de inmediatamente conocido, y que este yo es la
causa del pensar…”[4].
Pensemos ahora en el movimiento lógico que conduce
hacia la apertura de esta emancipación del pensar, la cual no implica otra cosa
más que la aceptación de la propia soledad, en la medida en que es esto aquello
que permite el descubrimiento de lo marginal de sí (del propio «potencial») y la
edificación de la propia vía vital.
Como primer tiempo tenemos al hombre en cuanto que
sometido al Otro epocal. Definido por él, alienado al libreto que le ha
impuesto la
Civilización. Si el sustrato biológico, natural, en suma,
aquello que especifica a la especie, etc., representa lo universal y lo
necesario, por su lado, la dimensión cultural alude a lo particular y
contingente. Mas, aún, lo «singular» no emerge en ese nivel.
En este punto, antes de continuar, es conveniente
detenerse para esbozar una precisión. El pensar nietzscheano no puede
concebirse en su genuina altura sin someter antes a él mismo a los parámetros
evaluativos que define a través de los principios que enuncia (y de las
degeneraciones que denuncia). En tal dirección, Nietzsche, como apólogo de lo
«intempestivo», de la pura diferencia, ilustra con su obra misma esa irrupción
de lo impensado, de lo denegado, de lo amordazado por el decir histórico, cultural,
metafísico y religioso de su época. De esta manera, es también un
filósofo-síntoma, cuya presencia misma pone de manifiesto las fisuras de los
dogmas incuestionados. Nietzsche es, en sentido estricto, una singularidad.
La verdad nietzscheana es una «mujer», esto es, y a
su propio decir, “el más peligroso de los
juegos”[5].
En la medida en que confina al hombre a reconocer y a abandonar los múltiples
rostros que el Otro le brinda para “ser”, esas máscaras diversas que hacen las
veces de “identidad”, aproximarse a ella conlleva adentrarse en una aventura
riesgosa donde el frío del sin-saber-anticipadamente, es lo que reina. La única
certeza, allí, es la incertidumbre.
De todos modos, es preciso aclarar que, este
«vértigo» del cual el hombre poco quiere saber - esta incertidumbre
insoportable que asfixia y atormenta su conciencia cuando un signo, un gesto de
su desértica circunstancia asoma - no es, desde esta óptica, algo negativo,
sino, en realidad, da cuenta de un proceso vital de «desprendimiento». Y este
vocablo, en este contexto específico, quiere decir: desamarre respecto de la
verdad ajena que se le ha impuesto con anterioridad y que permite que el
hombre, o mejor dicho, ese-hombre (el individuo real) encuentre su propia voz,
escriba su propia narración de lo que acontece, matizando los “hechos” con la
rúbrica de su estilo. Este sería el
segundo momento de la emancipación del pensar, es decir, el «enjuiciamiento» de
la verdad heredada.
«Desprendimiento»: caen las rocas que conformaban el
ingente palacio del saber ajeno. Caen del cuerpo: a él sujetaban. El cuerpo,
ahora «vivo», camina perplejo, aturdido, inundado por un «vértigo» sin igual.
Es el afecto efecto del «quizá…» [Vielleicht]
(*) Fragmento de un Capítulo dedicado al pensamiento de Nietzsche de un libro de futura publicación acerca del Pensamiento crítico en su relación con el psicoanálisis y la filosofía.
[1] Nietzsche
parodiando a los filósofos en el Crepúsculo
de los ídolos (El subrayado nos pertenece).
[2] Al estilo con el cual Nietzsche
principia su Genealogie: “Nosotros
los que conocemos somos desconocidos para nosotros…”.
[4] Op. cit.
[5] Lo dice en su Zarathustra (“De las mujeres viejas y jóvenes”).
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