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Deseo de muerte del “Ser querido”



“Sueños de muerte de personas queridas” constituye el punto F del capítulo V de “La interpretación de los sueños”.  En referencia a tal texto, se destacan 4 puntos:

a)    El afecto como señal del deseo
b)    Situación infantil niño – hermano (doble)
c)    Complejo de Edipo
d)    La cuestión de la “monstruosidad”

Posteriormente a la puntuación del texto, trataré de hacer una lectura especial tomando como referencia ciertas ideas de Lacan.

Respecto del punto “a” el referente textual aparece en el comienzo de lo que estamos leyendo, a saber, cuando Freud indica que:

“Otra serie de sueños a los que tenemos el derecho de llamar típicos son aquellos cuyo contenido es la muerte de un deudo querido, padre, hermano, hijo, etc. Enseguida es preciso  distinguir dos clases: una en la que el duelo no nos afecta en el sueño, de modo que al despertar nos asombramos de nuestra falta de sentimientos, y la otra en que sentimos profundo dolor por esa muerte fatal y aun dormidos rompemos a llorar amargamente.”

Es decir, Freud divide las aguas, entre aquellos sueños en los cuales el afecto es coincidente con el contenido manifiesto y aquellos otros en los cuales el afecto no coincide. Continúa Freud:

“Estamos autorizados a dejar de lado los sueños del primer grupo; no pueden pretenderse típicos. Cuando se los analiza, se descubre que significan algo diverso de lo que contienen, que están destinados a ocultar algún otro deseo. Así, el sueño de la tía que vio frente a sí, amortajado, al único hijo de su hermana. Esto no significa que desee la muerte de su sobrinito, sino que sólo oculta, como averiguamos, el deseo de volver a ver, tras larga privación, a una persona amada, la misma que después de un tiempo también largo volvió a ver frente al cadáver de otro sobrino. Este deseo, que es el genuino contenido del sueño, no da lugar al duelo, que por eso el sueño no registra. Aquí se observa que el sentimiento incluido en el sueño no pertenece al contenido manifiesto, sino al latente, y que el contenido de afecto ha quedado libre de la desfiguración que hubo de sufrir el contenido de representación.”

Lo interesante de señalar en este punto es cómo el afecto aparece como señal de lo real en el sentido del genuino cumplimiento del deseo, más allá de lo que aparece en el orden representable. El maestro vienés, además, señala que los primeros no son “típicos”. En referencia a esta última adjetivación, posteriormente se planteará una clave de lectura.

Por otro lado, resulta de interés destacar, en el proceso de argumentación freudiano, su referencia a la situación infantil:

“Si alguien sueña, en medio de manifestaciones de dolor, que su padre o su madre, su hermano o su hermana, han muerto, nunca utilizaré yo ese sueño como prueba de que les desea ahora la muerte. La teoría del sueño no exige tanto; se conforma con inferir que les ha deseado la muerte en algún momento de la infancia.”

No se trata de un deseo actual sino de un deseo del pasado, por eso Freud planteará una analogía con las sombras de La Odisea las cuales “tan pronto beben sangre, despiertan a una cierta vida.” Aquí, por otro lado, es pasible una vinculación con la temporalidad freudiana del trauma en la medida en que este requiere, precisamente, de esa retroacción, de esos dos tiempos que constituyen la nachträglichkeit.

Resulta enfatizable la condición dual de la situación infantil al tratarse de la rivalidad, de la confrontación entre el niño y su hermano. Aquí se abre un horizonte de lectura no poco interesante desde la óptica de Lacan que más adelante se retoma.

Lo llamativo en el texto, aparece cuando Freud introduce un giro sorprendente para el lector “no psicoanalítico” - y que podría ya estar lo suficientemente indignado con lo dicho hasta allí.

“Ahora bien, si el deseo de muerte del niño contra sus hermanos se explica por su egoísmo, que le hace verlos como competidores, ¿cómo se explica el deseo de que mueran los padres, que son para él quienes le  dispensan amor y le colman sus necesidades, y cuya conservación debería desear precisamente por motivos egoístas? La experiencia nos encamina a la solución de esta dificultad: los sueños de muerte de los padres recaen con la máxima frecuencia sobre el que tiene el mismo sexo que el soñante; vale decir que el varón sueña con la muerte del padre y la mujer con la muerte de la madre. No puedo establecer esto como regla, pero el predominio en el sentido indicado es tan nítido que demanda explicación por un factor de alcance general. Dicho groseramente, las cosas se presentan como si desde muy temprano se abriera paso una preferencia sexual, como si el varón viera en el padre, y la niña en la madre, competidores en el amor, cuya desaparición no les reportaría sino ventajas.

Hace su aparición aquí, el complejo nodular de la neurosis, esto es, el Complejo de Edipo, es decir, el punto “c” de los ítems subrayados. Pero lo decisivo es que aquí ya no se trata de una relación meramente dual sino que se abre el panorama y se plantean al menos tres términos. Triangulación decisiva para la puesta en acto de la emergencia del deseo.

Finalmente, en referencia a la cuestión de la “monstruosidad”, Freud la plantea tanto en referencia al posible rechazo de parte del lector “no psicoanalítico” así como en lo relativo a la causa misma de la falla de la desfiguración onírica (el trabajo) del sueño.

“… no hay deseo del que nos creamos más lejos que de este; nos parece que «ni en sueños» podría ocurrírsenos desear eso, por lo cual la censura onírica está desarmada frente a esa enormidad; algo semejante ocurría, por ejemplo, con la legislación de Solón, que no supo establecer ningún castigo para el asesinato del padre.”

Bien, hasta aquí la puntuación propuesta que trata de respetar los márgenes del enunciado freudiano. Vayamos ahora hacia el piso de la enunciación.

Operación de lectura

Distintas cuestiones pueden plantearse a propósito del texto freudiano. Fundamentalmente cierta operación de lectura – no sin forzamiento, desde luego – respecto del título. En vez de “Sueños de muerte de personas queridas” podríamos decir: “Sueños de muerte de seres queridos” y desde aquí partir hacia una segunda modificación que vaya del plural al singular: “Sueños de muerte del ser querido”. Resulta de interés tal transformación dado que la equivocidad del significante nos permite abrir un nuevo sentido para la cuestión de tales sueños “típicos”. Ya que si se trata menos de la muerte de “seres queridos” que del ser querido, entonces tranquilamente podríamos estar hablando de otra cosa. Me refiero al hecho de que la expresión “ser querido” no sólo plantea una referencia al familiar sino también a lo familiar. ¿Ser querido? ¿Ser querido por quién? ¿Ser querido de qué manera? ¿Ser querido a qué costo? Pasamos así a una vinculación con el hecho de ser amado por el Otro, la cual nos introduce en la vertiente del narcisismo claramente ubicable en el texto de Freud a propósito de la confrontación especular del niño respecto de aquel “competidor”. En términos lacanianos, sabemos que la duplicidad de la relación NIÑO – MADRE es refutada en tanto hasta que no interviene el Padre se trata del Otro pura y simplemente y el sujeto está menos como sujeto que como objeto del goce. Y aún así interviniendo el PADRE, en el mejor de los casos, no se trata tampoco de una relación dual sino de una terceridad en tanto NIÑO – FALO – MADRE, donde falo representa el objeto del deseo. Y el padre aparece como “cuarto”. Lacan señala esto, por ejemplo, en su Seminario destinado a “Las Psicosis”:

“Esto es tan fundamental que si intentamos situar en un esquema la concepción freudiana del Complejo de Edipo, lo que está ahí en juego no es un triángulo padre-madre-hijo, sino un triángulo (padre)-falo-madre-hijo. ¿Dónde está el padre ahí adentro? Está en el anillo que permite que todo se mantenga unido.” (Sem. 3 pág 454, subrayado nuestro).

Pues bien, entonces tenemos que si el deseo que se realiza en el sueño es menos la muerte de “un ser querido” que del hecho de “ser querido” en sí, se trata de la muerte del falo imaginario y también podríamos decir, por qué no, del yo ideal. En última instancia, se trata del fallecimiento de la Omnipotencia del Otro, es decir, de un «deseo de separación» y por qué no de castración, ya que sabemos por Freud mismo que la muerte en tanto tal carece de representación significante, siendo la misma significada como castración. Es decir, la metáfora paterna: P -----► -φ

Por otro lado, es interesante señalar el transfondo del enigma del deseo del Otro y cómo la vertiente imaginaria vela aquello de lo que se trata en tanto pregunta ligada a la angustia. Respecto de la afirmación freudiana según la cual “la censura onírica está desarmada frente a esa enormidad” (el deseo parricida), no deberíamos quizá dejarnos llevar por la idea de que tal “monstruosidad” es lo real puro sino que aún allí se trata del fantasma en tanto el deseo está siendo significado (como incestuoso).

No hay mejor defensa frente a la castración que… la castración. Es decir que lo que freudianamente llamamos castración es una interpretación de la castración lacaniana. Ahora bien, ¿pero qué es la “castración lacaniana”? La castración lacaniana es un efecto del lenguaje, es decir, el punto mismo donde el significante no pueda dar cuenta de lo real (el ser del sujeto, su “identidad”) y de sí mismo incluso como real (“No hay Otro del Otro”, inexiste el supralenguaje). Se podría plantear el ejemplo de un atentado por cuanto se trata de una situación para la cual no hay respuesta, no puedo representarme en el Otro, caen todas mis referencias simbólico-imaginarias.

Resulta fundamental señalar la emergencia del sujeto a partir de la muerte del yo ideal, en la orientación de que algo queda sustraído como resto de una división: el objeto a. Se trata de un des-pegoteo radical, que de hecho es lo yo encuentro señalizado en el losange del fantasma en tanto podemos leerlo como “$ [corte de] a”.

Finalmente, respecto de la referencia a “lo típico”, podemos señalar dos lecturas posibles (aunque articuladas):

-       Lo típico como aquello que “retorna siempre al mismo lugar”
-       Lo típico como aquello que, en clave lacaniana, llamamos “lo estructural” 

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