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¿Qué significa pensar críticamente? Es una pregunta temible y contundente. Ir
hacia allí, luego volver, agacharse, volverse a parar, correr, detenerse de
golpe. Confrontarse con uno mismo y con lo otro de uno mismo, implicarse como
“Yo” también en esa demora ineluctable del ponerse
a hacer. Tener que soportar que ese algo que viene a detenerme, ese espíritu
de la pesadez [Geist der Schwere] también, a fin de
cuentas, es “yo”. Yo debo responder por el espíritu de la gravedad que me
atraviesa, nadie más que yo puede trasmutar esa propensión a la quietud, esa
acomodación a condiciones existenciales de empobrecimiento espiritual, de
decadencia, de caída, de coagulación.
Pensar críticamente será, precisamente, un modo
de interrogar lo no-cuestionado hasta ahora, no mostrándome complaciente con
ese espíritu de la pesadez. No soy el
que creí que era, estiro la mano hacia alguna garantía ficticia, hacia alguna
mísera certidumbre que me haga creer que “soy”. Pero una cosa es saberse
ficticio y otra muy distinta es creer ciegamente en mi ser, no poder ceder del
ser, ni del saber. Nada queremos saber de aquellos sucesos históricos que
gestaron nuestra ontología, los creemos irrevocables y haremos hasta lo
imposible por sostenerlos inmutables. Es que somos ellos. Esa trama continua, coherente, esa novela, esa versión. Renegando del «ultralogos»
que nos es constitutivo como sujetos del lenguaje, o sea, de aquello que excede la yoica Razón, o sea, que va más
allá de los significantes de la demanda. ¿Estamos dispuestos a remover las
bases de nuestro Palacio ontológico? ¿Nos creemos lo suficientemente fuertes
como para resquebrajar el suelo que pisa el ego
en pos de nuevas arenas, de disímiles pastos, de la frescura del barro,
pero también del frío de los charcos ignorados y a esquivar? ¿Qué puede haber
allí? Cada acto singular es un desborde a lo esperable. Tenemos miedo. Pero el
miedo, ¿no es también deseo?
Allí donde emerge la angustia de castración,
debemos conjeturar el deseo de atravesar
el fantasma, de ir más allá de LA
realidad, de castrar a la realidad de ser,
para que ésta devenga maleable, abierta, construible acorde a nuestro deseo. El
pasaje al acto suicida es la impotencia del sujeto de llevar adelante un acto genuino de desprendimiento, de
separación, de desasimiento [détachement]
del Otro que lo sujeta, o sea, de ir más allá del Otro. Es su último recurso,
allí donde nada queda por hacer, allí donde prima el laberinto. Pero el acto, en
sintonía con el despertar como transformación radical del ser, implica otro
tipo de muerte. Dice Judith Butler comentando la lectura que Jean Hyppolite
realiza de Hegel: “… el carácter negativo del deseo surge de un principio de
negación más radical que gobierna la vida humana: la vida humana termina en
negación, pero en el transcurso de la vida esa negación opera como una
estructura activa y omnipresente. El deseo niega una y otra vez al ser
determinado y, por ende, es en sí mismo una
versión atenuada de la muerte, la negación definitiva del ser
particularizado. El deseo pone de manifiesto el poder que la vida humana tiene
sobre la muerte, precisamente, participando
del poder de la muerte.”[1] Es
decir, la vida humana está atravesada por la negación como esa estructura
activa de transformación de lo dado a la que llamamos deseo. El deseo implica necesariamente desasimiento del ser dado, en tanto futuridad que apunta a un
“estado” no actual sino por venir. Cuando
el psicoanálisis habla del deseo como camino de transmutación subjetiva,
apuesta a ese más allá del principio del placer donde yace una potencia vertiginosa,
la única capaz de crear, como diría Nietzsche, nuevos valores.
Creo interesante recordar las audaces palabras
con que Freud comenzaba ese escrito suyo, “La novela familiar de los neuróticos”,
en donde afirmaba: “En el individuo que crece, su desasimiento de la autoridad parental es una de las operaciones más
necesarias, pero también más dolorosas, del
desarrollo. Es absolutamente necesario que se cumpla, y es lícito
suponer que todo hombre devenido normal lo ha llevado a cabo en cierta medida. Más
todavía: el progreso de la sociedad descansa, todo él, en esa oposición entre
ambas generaciones. Por otro lado, existe una clase de neuróticos en cuyo
estado se discierne, como condicionante,
su fracaso en esa tarea.”[2] Esta
propuesta freudiana tiene una íntima conexión con lo que hasta aquí vengo
desplegando. El neurótico busca un sentido (una dirección, un significado) que
lo oriente en su existir. Es decir, busca su verdadera “esencia”, quiere
“conocerse a sí mismo”, “profundizar en su ser”. Para eso, recurre a guías
espirituales que habrían de llevarlo a reconocer su “media mitad” perdida, a
reencontrarse con la misma, relación tanto tiempo sujeta a extravío por vaya a
saberse qué infortunios. “Para el niño pequeño, los padres son al comienzo la
única autoridad y la fuente de toda creencia.”[3] Pero
esta transferencia primordial de
constitución de un Otro como Sabio, como íntegro guía de nuestro quehacer,
implicará posteriores movimientos transferenciales destinados a sustituir esas
figuras de autoridad originales por otras acordes a la coyuntura histórica que,
a cada individuo, le toca vivir. Mas la sujeción seguirá estando en juego si la
misma no es interrogada y se volverá cada vez más estragante, toda vez que lo
sujetado sea el querer singular. El neurótico vive preso, pues, de una profunda
sed de sentido, pero de un sentido ya-delimitado, es decir, no está dispuesto a
pagar el precio de delimitar él su propio sentido. Por eso, busca un sentido en tanto es incapaz de crearlo.
En la época actual donde la palabra plena
del psicoanálisis deviene en palabra vacía de la masa, se torna un lugar común el
“actuar conforme al propio deseo”. Esto es lo que podríamos llamar “ética del
anhelo” (“ética” entre comillas, desde luego). Es el deseo de soledad neurótico
harto disímil de la soledad del deseo.
El deseo de soledad lo podemos definir como la creencia ingenua de “elegir
libremente” qué se hace, se piensa, se dice. Es el sujeto que no quiere reconocer
las sobredeterminaciones que lo delimitan. Cuando el psicoanálisis habla del
deseo, en cambio, su definición aparece más cercana más bien a algo antinómico
a la voluntad individual (sea esta “buena” o “mala”). El filósofo español José
Ortega y Gasset, decía: “El destino no
consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y muestra
su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.”[4] Se trata de si el sujeto
va a o no a aceptar ese destino que lo
atraviesa, pero no en el sentido de marcas incondicionales a las cuales él
debería de responder obedientemente en tanto oráculos que presagian un fin ineluctable,
sino en la orientación de si va a aceptar o no que toda creación, que toda
invención, etc., es posible sí y sólo sí
asume la castración en el Otro y su falta-en-ser. Por eso el psicoanálisis,
habla del deseo como deseo del Otro. Esto
implica cierta destitución subjetiva. Podríamos definir la posición
neurótica de un modo harto simple: vivir
con derechos pero sin obligaciones. El
derecho al deseo exige, en todo caso, la obligatoriedad de admitir la falta, la
no-idealidad propia [$ ≠ i´(a)] y del
Gran Otro, su inconsistencia: S (Ⱥ). Y a esto es a lo que nos remite la expresión soledad del deseo. A un más allá del
Jefe, del Amo, del Caudillo, del Líder. El neurótico vivencia esto como una
tortura, como un horror, como un destierro infernal que habría de lanzarlo al
peor de los desamparos. El desamparo frente al Øtro debe pensarse como terror
yoico ante lo no especularizable. Más dicho desamparo, a nivel del sujeto, es deseo. La falta no es insatisfacción
eterna ni imposibilidad absoluta. Al contrario, es condición sine qua non para el advenimiento de una
realidad menos mortificante, más plena, vital, productiva, genuina. A la boca
neurótica donde predomina la “ética del anhelo”, vale decirle lo que Zaratustra
le dice al loco, a saber, que allí donde la palabra del psicoanálisis tiene
razón una y mil veces, jamás ella tendrá razón con la misma.
[1] Butler, J.: “Deseos históricos: La recepción de
Hegel en Francia.” en Sujetos del deseo.
Reflexiones hegelianas en la Francia del Siglo XX, Buenos Aires,
Amorrortu/editores, 2012. Capítulo 2. Pág.
142-3. Subrayado mío.
[2]
Freud, S. (1909[1908]); “La novela familiar de los neuróticos” en Obras completas, Tomo IX, Amorrortu
editores, Buenos Aires. Pág. 217. Subrayado mío.
[4] Ortega y Gasset, José. La rebelión de las masas. Colección El
Arquero N ° 23, Ediciones de la Revista de Occidente S. A., Madrid, 1975. Pág. 165.
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