"Los
psicoanalistas son los eruditos de un saber del que no pueden conversar."
(Jacques
Lacan, 1967)
“También
el analista se niega a decir qué es lo inconsciente…”
(Sigmund Freud, 1924)
En
el capítulo segundo de su escrito Más
allá del principio de placer (1920), Sigmund Freud sitúa la famosa
experiencia infantil del juego del carretel. Según nos cuenta, el niño al que
él observaba no hacía otra cosa más que arrojar todos los pequeños objetos que
se encontraban a su alcance y, además - agrega Freud -, el infantil sujeto lo hacía
mientras “con una expresión de interés y satisfacción, emitía un o-o-o-o intenso y prolongado que, conforme al criterio coincidente de la madre
y del observador, no era una interjección sino que significa “Fort” [“se
fue”].”[1] Es decir, el significado
del actuar del niño es estatuido por los Otros allí presentes, quienes
interpretan y sitúan, de ese modo, un mensaje definido: Fort. Momento estructural de sujeción al campo del Otro, a sus
enunciados, a su sentido el cual
matematizamos: s(A). Es a esta estructura, circuito
infernal de la demanda – como la denomina Jacques Lacan -, a donde el
neurótico se aferra: falsa conservación y seguridad (garantía de ser) cuyo
poder hipnótico adormece y detiene en la inacción. Goce del ser lo que del Otro
sostiene un cierre tranquilizador… ¿hasta dónde?
Sostengo
la idea de que la clínica psicoanalítica se orienta mediante subversiones dialécticas
de esa ortodoxia lingüística que fija el neurótico como subterfugio frente a lo
real, frente al Otro como deseante, esto es, como animal loquax.[2] La burocracia de esa
institución imaginaria que es el yo,
coagula la variación y constante remisión de los significantes (metonimia) a
través de la alienación a una única e invariable secuencia (que desmiente la
falta [manque] en el conjunto que
viabiliza la permutación y el giro de sus elementos), lo cual decanta en la
instauración de un-sentido – historia oficial que amarra siempre a un mismo
personaje, del cual no se puede salir -, o bien, acentúa de tal modo dicha
variación intensificando así la imposibilidad de realización del deseo
(aplazamiento de su puesta en acto mediante la traslación del fading subjetivo – determinado por el Otro
- al moi, desde donde creo ser el
agente del flujo significante: “Yo deseo”). Pero la imposibilidad en juego es
«estructural» – la vivencia de
satisfacción original es mítica; la spezifische
Aktion freudiana n'existe pas – la cual, no obstante, no afirma que el deseo no
pueda ponerse a jugar con acciones genuinas.[3] Dicotomía entre lo genuino
y lo ingenuo, entonces. Ética del bien-decir.
La
incertidumbre inhibitoria que aqueja tenazmente al neurótico, permite inferir
la presencia de un taponamiento de la falta-en-ser[4] con algún objeto de índole
pulsional del campo del Otro. Ese objeto funciona a nivel del «fantasma
fundamental» del sujeto de modo tal que este se identifica a él.
A
la metonimia de la falta-en-ser Jacques Lacan la denominó deseo. Y a la jugada
del deseo en lo real, «acto». Según Freud, el neurótico es incapaz de actuar
porque “se halla obligado a gastar toda su energía para mantener a su libido en
estado de represión y protegerse contra sus asaltos”.[5] Un modo pertinente de
concebir esta cuestión es indicando que la libido – que podríamos pensar en el
discurso lacaniano, el cual refuta la tendencia común a pensarla como una
“energía”, como el objeto a – no es
“aceptada” (en el caso del objeto a,
no es asumida su pérdida estructural) mediante un acto genuino que involucre al
sujeto, sino que permanece localizada en la fantasía (“introversión”), hallando
su manifestación en el síntoma (el objeto a
en el fantasma funciona defensivamente). El neurótico goza del objeto del deseo
como si estuviera en su cuerpo y no más allá de él. Hemos de ver en la adhesión
de la libido al fantasma el rechazo a la libertad del deseo y la satisfacción
en sí-mismo como totalidad. Esto nos conduce al problema del narcisismo.
En
su conferencia de introducción al psicoanálisis número XXVII (“La
transferencia”), Sigmund Freud señala respecto del analizante que “el grado de
influencia que la más acertada técnica analítica puede ejercer sobre él, depende por completo de la medida de su
narcisismo, barrera contra tal influencia”.[6] Voy a pensar el narcisismo
como un modo de aprehensión estabilizador pero improductivo, es decir, debe ser
situado como reproductor de la lógica ya-dada (reflexividad de lo que es) e
impotencia creativa (ya que la creación compromete cierta renuncia al acuerdo
común). La cura analítica, por el contrario, no apunta de ningún modo a
engordar este chancho sino al nivel donde el sujeto es poeta: conquistador del
orden institucional y cultural. Frente a la protesta y movilización consecuente
del inquieto creador, la queja histérica del inhibido en su goce.[7] Frente al decidido
ciudadano que ha entrado en el campo a jugar convencido el juego, el nihilista
satisfecho que sólo tira piedras desde afuera. Estamos plenamente inmersos en
la política del psicoanálisis. Política de la falta, en tanto hendidura que
conduce a lo impensado.
Quisiera
permitirme, en este punto, la utilización del grafo que Jacques Lacan arma para desplegar las vicisitudes del
deseo con el fin de, en esta oportunidad, situar la distancia - la Spaltung
- que distingue y diferencia el nivel de la Política del orden de la Ideología. En dicho
sentido, pues, puede afirmarse que el pasaje de un piso al otro es pasible de
ser leído como el salto del enunciado como Ideología hacia la enunciación como
Política. O también: deslizamiento que va desde un Otro absoluto y rector de
toda acción hacia un Otro en-su-abertura y real.
¿Cómo
liberar al deseo del empastamiento de
las ideas (concebidas como demandas parasitarias del Otro simbólico) y
conectarlo con una acción en lo real? «Horizontes»: así se llaman las fantasías
que dejan de aplazar el deseo y que, en cambio, soportan el actuar. Puentes
hacia la actualización, en el sentido
de una ruptura de toda repetición aplastante y mortífera. Para ello: abolición
de aquel un-sentido insistente, persistente, a través de un proceso asemántico en escansión
(«corte»; «separación») que haga de la “superficialidad” del significante el
camino a cuyo través pueda acaecer cierta ruptura del hermetismo de sentido:
orientación de la cura hacia lo real del síntoma en tanto médula pulsional
asemántica. Orientación del goce singular en el sentido del deseo, luego. Para
el psicoanálisis, el sentido lo da el deseo. Por eso, jamás podríamos abogar
por la patraña a la cual se suelen aferrar determinados sectores en el campo de
la Salud Mental
de un “sentido común”. ¡Contradictio in
adjecto! – gritaría indignado quien ha atisbado la originalidad de su querer. Y el querer - en cuanto lo
singular e irrepetible - sitúa como condición de su despliegue lo
imposible. Mas lo imposible: ¿qué es?
Podríamos decir que,
cuando en psicoanálisis cernimos lo imposible,
hacemos referencia, pues, a esa «fundamentale
Unbegreiflichkeit» (incomprensibilidad fundamental) que afecta a la
relación entre el sujeto y el objeto. De aproximarnos a la “experiencia humana”
concibiéndola como ajena a la dimensión del significante (tal como lo plantea
el psicoanálisis), entonces podríamos, en buena lógica, suponer un sujeto
exhaustivo en lo referente a su relación con el objeto; tendríamos una
coaptación inobjetable. Partiendo de tal premisa, entonces el significante
podría ser pensado como mero instrumento de representación de lo real, es
decir, como aquello cuya función no sería sino representar a un objeto para un
sujeto unificante (percipiens). Pero
trabajamos con la precisión freudiana de que significante y significado no se
superponen puesto que el significante no cumple la función de representar o
nominar a un significado que le sería
preexistente (real), ya que este último es, en sentido estricto, su
producto (imaginario).[8] Por otro lado, si
quisiéramos delimitar la operatividad del significante a nivel
“representacional”, entonces diríamos que su especificidad es la de
representar, en todo caso, a un sujeto pero no para “alguien” sino para otro significante.
Es entre
significante y significante donde sitúa al sujeto la clínica de Sigmund Freud.
Experiencia (teorizada après
coup) en donde una economía
política del saber se despliega. Esto último quiere decir, sencillamente:
hay sustracciones y producciones de saber que están comprometidas en el
transcurso de un psicoanálisis, si es tal. Del yo – prejuicios de saber - al saber del inconsciente hay un giro.
Giro que nos ubica allí donde el sujeto se manifiesta como mero “correlato
vacío”[9] y no como “sustancia”. Giro
cuya exigencia remite a un proceder asemántico que quiebre toda creencia –
ortodoxia lingüística, como decía más arriba, que reconoce en el Otro a un
garante – para que algo del orden de lo Real – lo imposible, ante todo, de
saber[10] - irrumpa, mas ya no en
el sentido de un des-trazo pulsional avasallante, sino cual «convicción» [Überzeugung] relativa al orden del deseo
al que se ha despertado, el cual involucra, por cierto, otro nivel de
prioridades. Únicas para cada sujeto.
Mayo 2010.
Notas
[3] A este respecto, también podemos
agregar que no ha de ser lo mismo la dificultad del deseo que el deseo de
dificultad.
[4] La falta-en-ser en la relación de
objeto (como efecto de la elisión que
el significante involucra) indica que el objeto está perdido - y por eso causa deseo - y que el sujeto
está dividido - y por eso, precisamente, desea.
[6] El destacado me pertenece.
[7] Retomando la conferencia XXVIII, Freud
apunta la incapacidad de gozar propia del neurótico como el corolario del hecho
de no dirigir su libido hacia un objeto real. Ahora bien: ¿qué es para Freud un
“objeto real”? Creo que una clave para concebir este punto está dada por otro
texto que él escribe para la misma época (1915, [1916]), en el cual es retomada
esta incapacidad del neurótico a nivel de la satisfacción. Se trata del ensayo
“Lo perecedero” [Vergänglichkeit] en
donde nos dice: “La idea de que toda belleza sería perecedera produjo a ambos
[se refiere a su “amigo taciturno” y al “joven poeta” con los cuales compartía
un paseo], tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les
habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta
instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea
de su índole perecedera.” (Las
itálicas me pertenecen). Damos nuevamente así con la aversión neurótica ante lo
real. Registro que nos pone de cara a la castración del Otro, su impotencia
frente al devenir. ¿Cómo responde Freud – y consecuentemente el psicoanálisis –
ante ello? En dicho escrito la referencia a lo real es la guerra, significante de la falta en el Otro, la cual para Freud no
es excusa de pesimismo alguno, ni mucho menos, causa de diatriba nihilista:
“Volveremos a construir todo lo que la guerra ha destruido, quizá en terreno
más firme y con mayor perennidad.”
[8] “No se trata de reducir la función del
significante a la nominación, o sea, a una etiqueta pegada a una cosa. Esto
sería desconocer la esencia misma del lenguaje.” – indicaba Jacques Lacan en su
Seminario del 10 de Junio de 1964.
[9] Expresión
utilizada por Gabriel Lombardi en su libro La
clínica del psicoanálisis, volumen II “El síntoma y el acto”. Ed. Atuel.
Buenos Aires. 2006. Pág. 130.
[10]
Aquello que “no puede inscribirse sino con un impasse de la formalización” –
indica Lacan en el Seminario XX. Clase 8 del 20 de Marzo de 1973.
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